
Si el jazz es una música con un buen número de rasgos dialécticos, el debate entre tradición y ruptura es uno de los más recurrentes, como lo es en general en la mayoría de las artes. Durante buena parte de su historia, movimientos transgresores y revivalistas se han venido sucediendo sin solución de continuidad, creando una dinámica de transformación constante que ha contribuido a hacer que el jazz haya cambiado mucho más en apenas un siglo de existencia que otras músicas populares en más tiempo. Cuando uno piensa que entre las primeras obras maestras de Duke Ellington, por ejemplo, y las llamaradas iniciales del bebop apenas hay algo más de 15 años, es para maravillarse. Pero es que en poco más de otros 15 Ornette Coleman estaba ya dando la vuelta a la historia con sus históricas primeras grabaciones del free… En suma: en apenas 30 años, pasamos de East St Louis Toodle-Oo a las orillas de Tomorrow Is The Question. El detenimiento y precisión de la historiografía del jazz a veces nos impide apreciar en su medida real lo vertiginoso de estos cambios que experimentó en tan poco tiempo.
Una música con tan grande apetito por lo nuevo genera sin embargo una intensa fuerza centrípeta que le hace cuestionarse con cierta regularidad sus avances. Todas las épocas del jazz han vivido episodios de reacción contra el cambio, de resistencia ante la innovación. El formato es siempre el mismo: reivindicar la vigencia de la tradición, de lo que se considera puro y verdadero, frente a lo transgresor y revolucionario. Muy pocos grandes innovadores se han librado de la furia de lo que un crítico inglés denominó en su día con gran acierto “la policía del jazz”: los encargados de velar por la integridad del becerro de oro, los que deciden qué es jazz y qué no lo es y en consecuencia desprecian o ignoran todo lo que no se ajuste a su ley particular. Pero no se crean que es el jazz más contemporáneo el que más ha resultado vapuleado por esta suerte de integrismo: en general, cualquier movimiento innovador ha recibido históricamente lo suyo; tal vez alguien se sorprenda al saber que el propio Louis Armstrong fue en su día acusado de desviarse heréticamente del jazz de Nueva Orleans más canónico por los sacerdotes del templo. También Ellington se llevó reproches, y la cosa ya pasó a mayores con las innovaciones del bebop y estilos posteriores. En todos los casos, siempre el mismo pecado: desviarse del recto camino de la tradición y echarse en brazos de enemigos tan terribles como la música clásica o contemporánea europea, las músicas populares del mundo, la electricidad, el hip hop o el flamenco…
En realidad, un estudio serio y desapasionado demuestra que el cambio es una característica intrínseca a cualquier forma artística, y está presente desde el mismo momento en que empieza a cobrar vida. Esto es así porque los artistas tienen la costumbre de investigar nuevos rumbos a la búsqueda de su propia expresión personal y, además, porque la sociedad cambia y con ella el arte, especialmente cuando, como el jazz, no es producto de laboratorios asépticos sino de la experiencia humana de seres de carne y hueso. Un joven de Nueva Orleans puede amar la tradición de su música, pero inevitablemente tocará de una manera diferente en nuestros días a los tiempos de sus tatarabuelos, porque el mundo que le rodea es también distinto. Negar el cambio en el arte es como negar que la noche siga al día, y viceversa. Intentar crear una sagrada forma canónica e inmutable de jazz es tan absurdo como agarrar un puñado de arena y pensar que no va a escaparse de las manos. Aferrarse al instante, al dulce bienestar del momento en que nos enamoramos de esta música y pretender defenderlo contra viento y marea es una empresa esencialmente contradictoria con el carácter inquieto y cambiante que el jazz siempre ha tenido. Otra cosa muy diferente es que cada uno tenga sus preferencias, que todos las tenemos, pero que a uno le gusten las lentejas nunca debería implicar descalificar o negarle su razón de ser a quienes se interesen por la nouvelle couisine con el interés de conocer algo diferente.
Siempre me ha parecido más apropiado contemplar la evolución del jazz como una suerte de tradición en transición, donde cada capítulo de su historia se escribe en base al anterior y va incrementando día a día el gran caudal ancestral de esta música. Es difícil concebir lo que hoy en día puedan hacer tipos como Steve Coleman o Robert Glasper sin entender antes toda una historia entera del jazz. Nuevamente los chicos del Art Ensemble Of Chicago nos ofrecen una reflexión certera: Ancient To The Future, del pasado al futuro, toda una línea de evolución constante en la cual nada sobra y todo tiene su lógica. Conocer la tradición es, en el jazz, un camino para hacerla más grande, para ampliar paso a paso la Gran Casa del Jazz. Detenido en el tiempo muere, y pensar que existe un jazz puro a mí incluso me parece una herejía, teniendo en cuenta la pluralidad de ingredientes que fueron cayendo en su puchero original.
Y a partir de ahí que cada uno escuche lo que le apetezca, que para gustos ya se ha escrito, y mucho.