
Como ya hemos apuntado anteriormente, el jazz comenzó siendo una manera de tocar habitual en las zonas del sur de Louisiana que comenzó a escucharse en garitos y verbenas populares y hoy día puede encontrarse en cualquier programación de salas de concierto de todo el mundo. Prácticamente no hay ninguna parte del globo donde uno no pueda encontrar un club de jazz, un puñado de entusiastas irreductibles del género o músicos locales de mayor o menor nivel. Esto es así hasta el punto de que resulta común escuchar expresiones como “jazz sueco”, “jazz español” o “jazz africano”. El jazz es hoy, más que nunca, una música mundial, un vocabulario conocido en todas partes.
Como es bien conocido y ha sido descrito en detalle por la historiografía, el jazz viajó hacia los Estados del Norte dentro de un movimiento global de migración de las clases menos favorecidas de la sociedad sureña hacia los grandes centros industriales del Norte, y ahí comenzó su expansión imparable. A mediados de los años 20 ya era el sonido de moda en las emisoras de radio y salones de baile de casi todo el país, y no tardaría mucho en cruzar el charco y provocar una convulsión demoledora en toda Europa. Los jazzmen americanos comenzaron a visitar el Viejo Continente e incluso a pasar largas temporadas en él, al mismo tiempo que genios como Django Reinhardt demostraban que por estas tierras no sólo había músicos preparados para emular el lenguaje del jazz americano, sino también capaces de influir sobre éste haciendo las cosas “a su manera”.
A su manera, he ahí una de las claves de otro elemento dialéctico habitual en los corrillos del jazz, especialmente fuera de Estados Unidos. ¿Existe realmente un jazz propio de cada país o continente, o por el contrario sólo cabe hablar de un único jazz, interpretado en cada lugar según la particular manera de hacer las cosas de los músicos locales?
Recuerdo una conversación muy interesante que tuvimos durante el Festival de Getxo de 1991 el saxofonista y compositor noruego Jan Garbarek, el desaparecido Federico González y quien esto escribe. Surgió el tema de la sensibilidad particular de los músicos de jazz europeos, y Garbarek expresó su opinión al respecto de manera particularmente convincente: “Me llegan muchas grabaciones de jóvenes bandas europeas, y en la mayor parte de los casos lo que hacen está muy bien, pero suena demasiado ceñido al modelo americano, a lo que podríamos denominar sonido Nueva York. Yo creo que no puedes tocar jazz de la misma manera habiendo nacido en Harlem que en Oslo, porque tu entorno humano y cultural es diferente, y no podemos olvidar que lo que hace un músico de jazz es expresar una experiencia personal,”.
Una reflexión muy interesante que viene de uno de los músicos más personales de nuestro Continente, y que en su día tuvo que afrontar su propio proceso de redescubrimiento personal tras iniciar su carrera como un émulo rendido a la música de Coltrane o Ravi Shankar. En el otro extremo de la línea estarían quienes optan por seguir lo más fielmente posible el modelo norteamericano, sin preocuparse demasiado por sus propias tradiciones musicales como ciudadano de tal o cual país. Para ellos, sus raíces están en Ellington, Monk o Coltrane. Varias generaciones de músicos jóvenes han tenido además la oportunidad de viajar a La Meca del jazz y formarse en la Berklee y otros conocidos centros educativos norteamericanos, conviviendo de tú a tú con sus colegas del otro lado del océano y compartiendo una experiencia común. La creciente globalización mundial hace que hoy en día sea sencillo conocer el progreso de los músicos de jazz de cualquier zona del planeta, así como compartir metodologías de formación y direcciones musicales. Un fenómeno muy interesante, pero que también tiene efectos que podríamos considerar “no deseados”: como señalaba Garbarek y ya hemos comentado en capítulos anteriores, uno tiene la sensación de que muchos músicos, especialmente los más jóvenes, tocan como si se escucharan los unos a los otros día tras día, demasiado preocupados por “sonar moderno” o por ir un paso más allá que los demás. Se produce así un proceso preocupante de uniformización que de alguna manera contradice los rasgos de personalidad y expresión individual que siempre han sido elementos esenciales del jazz.
La expresión “World Jazz” comenzó a utilizarse para describir esas distintas sensibilidades que cada cultura y rincón del mundo aporta al vocabulario del jazz, correspondido desde Estados Unidos con un movimiento similar de apertura hacia otros lenguajes musicales, algo que como ya hemos señalado y no nos cansaremos de repetir, es consustancial a su propia esencia de forma artística mestiza y vagabunda. África, el clasicismo contemporáneo, la música hindú, el gamelán o el flamenco han sido, entre otras muchas, culturas musicales que han dialogado con el jazz dando lugar a experiencias cuando menos refrescantes y contribuyendo a ofrecer a nuestra música alternativas a una preocupante esclerosis. Chano Domínguez, probablemente uno de los músicos más influyentes en tiempos recientes en España, era un competente pianista de jazz moderno más de la escena hasta que un día decidió incorporar a su vocabulario la experiencia personal del flamenco que había vivido desde sus primeros años en Cádiz. Probablemente cualquier músico americano apreciaría verle versionear un standard al modo americano, pero cuando le escuchan improvisar por bulerías la cosa ya pasa a mayores, y si no que se lo pregunten a Wynton Marsalis. El mismo Tete Montoliu, número uno indiscutible de nuestros jazzmen, nunca olvidaba incorporar a su repertorio melodías de su país, Cataluña, y nos dejó hermosos ejemplos de integración entre el lenguaje de la música latina y el del jazz.
En realidad, la propia naturaleza libre del jazz nos ofrece un buen criterio para poner algo de luz en este tema: el músico es muy libre para hacer lo que desee, y de hecho los hay que no tienen ningún problema por simultanear su rendido afecto por la tradición del jazz norteamericano con experiencias más próximas a sus culturas musicales autóctonas, todo con plena naturalidad. Lo que no suele funcionar son los híbridos producto de laboratorio (ahora junto dos músicos de aquí con otros dos de allá a ver qué pasa) o resultado del temor por no estar a la moda. Desde ese punto de vista, yo siempre he preferido hablar de un “jazz hecho en España”, por ejemplo, que de un “jazz español” propiamente dicho, como nunca he estado muy convencido de que exista realmente un “flamenco japonés”, una “música africana noruega” o un “gamelan turco”. Lo realmente relevante es que hoy en día el jazz puede escucharse en todas partes interpretado por músicos de talento que definen sus propias opciones estéticas. Pero no conviene olvidar que si Django Reinhardt volvió locos a los músicos de jazz americanos que pudieron escucharle o tocar con él era precisamente porque, utilizando su propio lenguaje, sonaba radicalmente distinto a ellos y nunca les miró de otra manera que no fuera la de un gitano belga, algo solitario, aficionado a vivir en su carromato y de acuerdo a sus propias raíces. Así, entre otras cualidades, se ganó un sitio entre los verdaderamente grandes.