Inicio

El Jazz, su vida y su cultura

La música es una vibración, una energía que nos impulsa. Bien sea para elevarnos en nuestros sentimientos más íntimos o para hacernos danzar, actúa a modo de combustible que nos alienta y nos mueve. Energía básica y primaria que establece un orden temporal en el caos y se halla presente desde que el hombre es hombre en buena parte lo que constituye nuestra vida cotidiana. Si la cultura, en un sentido amplio, es en buena medida lo que el ser humano aporta a su simple condición de animal vertebrado, la música supone parte fundamental de esa aportación. Nos acompaña en los momentos más difíciles y en los alegres sirve de elixir a las penas y nos ayuda tanto a trascender como a pasearnos por lo terrenal. La música es grande y hermosa, dulce y poderosa, forma y contenido. Cuando escuché jazz por primera vez, experimenté un puñado de sentimientos que al principio no pude definir con claridad: sabía poco de aquella música, y sin embargo me atraía con fuerza. Tenía claro que, tanto emocional como intelectualmente, me sentía fascinado por lo que escuchaba. Me intrigaba su libertad, su poder rítmico, su vibrante carga emocional. Cuando tuve acceso al jazz de tipos como Miles o Coltrane, las sensaciones se hicieron aún más intensas; literalmente, la música me dolía, con ese dolor punzante y hermoso del que hablaba María Zambrano refiriéndose al Arte verdadero.

Han pasado muchos años desde entonces: miles de discos escuchados, centenares de conciertos, festivales… El tiempo ha puesto a prueba nuestra relación de fidelidad mutua muchas veces, pero siempre hemos estado ahí. Después de cien años de historia es posible que el jazz haya superado su fase de crecimiento y ahora avance a ritmo más disperso y difícil de apreciar. Pasó la época de los grandes héroes, y ahora llega el momento de extender su legado, de mantenerlo vivo frente a los fantasmas de la estandarización y la esclerosis creativa. Peligros nada desdeñables, sin duda. Pero yo sigo creyendo en un futuro para el jazz, aún sin tener ni idea de dónde puede hallarse. Un futuro en el que esos sentimientos de libertad y poderío estén presentes y sigan haciéndonos vibrar.

De alguna manera, lo que se ve aquí es el resultado de casi tres décadas de amor y dedicación al jazz en facetas muy variadas: programación, escritura y (sin duda, la más patosa de todas), interpretación como aprendiz de guitarrista y mediocre saxofonista tenor. Por encima de todo, aficionado a esta música que escribe a través de sus vivencias, que me han llevado a valorar en el jazz una forma de vida, una experiencia humana y social. En este sentido, tengo que reconocer la deuda que me una a gente de la que he aprendido mucho, como Javier de Cambra, Ebbe Traberg o Cifu, a los músicos que me han descubierto muchas cosas que yo no conocía o tal vez no interpretaba correctamente, y a una serie de precedentes literarios que, de una u otra manera, me han servido de referencia a la hora de impulsarme a escribir estas páginas: Blues People, de Leroi Jones, uno de los primeros análisis lúcidos de la evolución del jazz puesta en el contexto de la experiencia social de los afroamericanos y Jazz de hoy, de ahora, una muy hermosa obra de Miguel Sáenz donde se retrata, con viveza y enorme intuición, la génesis del jazz contemporáneo en el mismo momento en que se está produciendo, sin el colchón de seguridad que da el paso de los años y las certezas de los estudios académicos. De ellos he aprendido el valor de expresar una visión personal, dejando a un lado clichés o lugares comunes precedentes, por muy autorizados o prestigiosos que sean.

Hay aquí muchas horas de reflexión, muchas conversaciones y también muchos silencios. De alguna manera, es ahora, y no antes, cuando he creído estar preparado para contarlos y convertir al lector en cómplice de todos ellos. Si lo consigo, bien, y si no, el fallo sonará alto y fuerte, como pedía Art Blakey.