
El mundo del jazz abunda en rasgos de identidad muy particulares: uno de ellos es el de su aprendizaje. A lo largo de su historia, la forma de asomarse a sus misterios y desvelarlos ha pasado por distintas etapas y momentos. Me refiero a lo más básico de tal proceso: aprender a dominar un instrumento y a conocer el lenguaje del jazz. Respecto al primero de estos objetivos, un rasgo frecuente entre los primeros músicos de jazz era el de que, lejos de ejecutar sus instrumentos a la manera de los intérpretes clásicos, optaron por reinventarlos, adaptando su sonoridad y fraseo a los rasgos de la articulación vocal (fundamentalmente los vientos) o inspirándose en los que eran más asequibles y populares entre las clases más bajas, esencialmente la guitarra, de la cual parten algunos estilos pianísticos que se tocaban en barrelhouses o honky-tonks. Respecto a la segunda cuestión, no existían academias de jazz en los tiempos de adolescencia del género, de modo que en sus comienzos la transmisión de las técnicas jazzísticas se hacía de manera muy sencilla, y por encima de todo se aprendía tocando y viendo tocar a los demás. Los consejos, ayudas y clases de los más veteranos servían a los noveles para ir avanzando en su proceso de descubrirse y descubrir. Eso no quiere decir en absoluto que los jazzmen de entonces no tuvieran una buena o sólida base musical, ni que fueran incapaces de crear pequeñas maravillas de extraordinaria sofisticación incluso en el caso, como en el ejemplo de Jelly Roll Morton, de que presumieran en voz alta de no saber leer una nota…. Famosa es la sentencia del gran Joe King Oliver: “Sé música, pero sólo lo suficiente para que no estropee lo que toco”.
Esta forma de transmitir el legado del jazz se ha mantenido durante buena parte de su historia, incluso cuando la formación de los músicos fue haciéndose cada vez más consistente desde un punto de vista académico con la aparición de escuelas, facultades y otros centros académicos donde existían departamentos de jazz, o incluso dedicados exclusivamente a esta música. También era y es frecuente que no pocos músicos adquirieran una completa formación tanto en el terreno del jazz como en el de la música clásica. Claro que el poseer una técnica y educación clásicas no garantiza que lo que toques suene a jazz: para eso hace falta conocer el lenguaje específico de éste, sus propios rasgos de identidad, su pulso y manera de ser. Las escuelas de jazz han aportado y aportan un bagaje educativo muy importante, que repercute en el aumento muy significativo (como es el caso, por ejemplo, de nuestro país) de la cantidad y calidad de los músicos que surgen de ellas. Desde finales de los años 70 al momento presente, su número en España ha aumentado considerablemente, y en casi la mayor parte del país pueden encontrarse centros de formación de alto nivel, con profesorado cualificado que en no pocos casos lo forman precisamente antiguos alumnos del mismo.
Claro que la formación académica no está exenta, como todo en la vida, de su debate: se ha argumentado que las escuelas, y sus sistemas de enseñanza, han propiciado también una cierta estandarización, expresada en esa cierta y molesta sensación que uno tiene a veces cuando escucha a músicos noveles de muy diversas procedencias de que todos tocan de una forma similar, como si se estuvieran escuchando los unos a los otros constantemente o estuvieran más interesados en mostrar sus conocimientos técnicos que en expresar lo que verdaderamente llevan dentro: mucha técnica… pero poca personalidad. ¿Estropean lo que tocan?
Tampoco creo que sea justo culpar a las escuelas de todos los males: su labor ha sido y es muy importante, y no hay que pasar por alto que artistas tan grandes como Pat Metheny, John Scofield, Joe Lovano o Bill Frisell, verdaderos iconos del jazz actual, salieron de ellas, en muchos casos ejerciendo también como profesores. Tal vez la cuestión de fondo sea que el jazz, al menos tal y como lo hemos conocido hasta ahora, es una música que posee determinados rasgos de identidad que no se aprenden en las escuelas, sino a través de la experiencia impagable de tocar con otros músicos al borde del riesgo cada día, de escuchar y observar. Si el jazz es en buena medida una forma de vivir, la academia de la vida no siempre es un bello edificio neoclásico con leones a la puerta, como le pasaba a la casa de Roland Kirk. Aprender las técnicas básicas del jazz es hoy posible para muchos, pero ser un músico de jazz de la cabeza a los pies, otra muy diferente. Tal vez en 2023 King Oliver diría algo así como “Sé música, pero no pienso en ella ella cuando me pongo a tocar”.