
La historia de la música negra en Estados Unidos es también la historia del pueblo afroamericano por conseguir dignidad y respeto a los derechos de quienes fueron llevados contra su voluntad y como esclavos al Nuevo Continente. Una historia larga y cuyo capítulo final tal vez aún no se haya escrito del todo, porque se pueden derogar las leyes segregacionistas pero es mucho más complicado borrar prejuicios y actitudes sociales de la mente de gentes que nunca han aceptado ni aceptarán la diferencia. Y como hemos señalado antes, a la discriminación racial que hubieron de sufrir generaciones enteras de artistas negros se sumó también otra de carácter económico, derivada de su condición lumpen, que compartieron con los blancos más pobres y otras minorías étnicas.
La huella de estas injusticias se halla presente en la música desde un principio. De alguna manera, el carácter evasivo y de conjuro de los males terrenos que la música tenía para los esclavos y ex esclavos viaja paralelo al contenido social y de protesta de muchos blues, por ejemplo. A comienzos del siglo XX, la existencia de la etiqueta race records categorizaba a una serie de grabaciones dirigidas exclusivamente al mercado negro; claro que cuando las grandes compañías vieron que esa “música racial” gustaba a un público mucho más amplio, no dudaron en incorporarla a sus catálogos como un producto más y, al poco tiempo, como su apuesta más rentable. En los clubs de la alta sociedad se daba la curiosa paradoja de que los únicos negros permitidos eran los músicos, ya que al resto se les prohibía la entrada. No se aceptaba a los negros, pero se adoraba su música…
Hechos como éstos son bien conocidos y han sido abordados a menudo por la historiografía del jazz. No se ha hablado tanto de la actitud de los músicos en cuanto a su consideración de sí mismos como ciudadanos y, por tanto, sujetos de unos derechos que a menudo les eran escamoteados. En este sentido, se abre una dualidad entre las exigencias del mundo del entertainment y el compromiso ciudadano y político. La práctica totalidad de los músicos del período clásico del jazz hubieron de hacer equilibrios para compatibilizar su condición de negros segregados y la de profesionales necesitados de ganarse la vida como cualquier otro en una sociedad que no regalaba nada. Los más privilegiados pudieron disfrutar de un cierto status social que, no obstante, nunca fue lo suficientemente elevado como para hacerles completamente inmunes a los prejuicios. El resto se las apañó como Dios le dio a entender: mirando para otro lado, aguantando la rabia, adaptándose de una manera u otra a la situación o adquiriendo distintos grados de compromiso a través del trabajo comunitario (social y, especialmente, religioso) y de la incipiente lucha por los Derechos Civiles.
La generación de beboppers fue probablemente la primera que adoptó una actitud desafiante ante la imagen clásica del negro majo tocando la trompeta que se había instalado en la mentalidad americana de los años 30 y 40. Su rebeldía musical iba a menudo paralela al incorformismo social. Actitud y respeto fueron dos palabras que comenzaron a escucharse en voz más alta, como dignidad, derechos, libertad… En su búsqueda de unas señas de identidad cultural propias distintas de las del americano medio, blanco y protestante, muchos afroamericanos volvieron la vista a la cultura africana o a la religión musulmana, donde entendían que se encontraban sus raíces como pueblo. La estereotipada sonrisa del pasado se identificaba con la sumisión, y dejaba paso a una expresión seria y arrogante, cuando no abiertamente desafiante. El gran combate por los Derechos Civiles de la década de los 60 no fue ajeno al jazz: música y lucha política se fundían a menudo en un mismo aliento, como ilustran las diatribas musicales de Archie Shepp, las letras inequívocamente explícitas de JB Lenoir o la sobrecogedora majestuosidad de Alabama, de John Coltrane.
Claro que como músicos profesionales que eran, esta gente también tenía que negociar contratos, buscar bolos, vender discos y tocar ante el público. Algunos, como Dizzy Gillespie, supieron compaginar con envidiable habilidad su carácter innato de hombre espectáculo con un compromiso de raíz, torciendo el gesto en más de una ocasión. No pocos, sin renegar de su condición racial, prefirieron dedicarse a lo suyo y llegaron a la conclusión de que África había quedado para siempre atrás y su cultura no dejaba de ser un mestizaje nacido y crecido en América. Otros, hastiados por la persistencia del racismo y la dureza de la vida americana, optaron por marcharse a Europa e iniciar allí una nueva vida marcada por el respeto y unas perspectivas económicas muy superiores a las que dejaban atrás… Cada cual hizo lo que su conciencia le dictó o, simplemente, lo que pudo.
La mejora de la situación en el campo de los Derechos Civiles experimentada en los últimos años ha atemperado un poco el debate, algo a lo que ha contribuido también el factor que mencionamos en su momento de que la extracción social de buena parte de los músicos de jazz de las nuevas generaciones se aproxima más a la burguesía media o incluso alta. La antorcha de la rebeldía y la protesta la asumieron en su día géneros como el funk underground o posteriormente el rap y hip hop, pero en ningún momento -especialmente tras la aparición de movimientos de respuesta social recientes como el Black Lives Matter- ha desaparecido del aliento básico del jazz el recuerdo de tanta pelea y tanta lucha por el respeto a la dignidad de la vida humana, que es también el respeto por la dignidad de la música.
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