
A menudo se habla del jazz como da “la música clásica del siglo XX”. Dejando a un lado el olvido que esto supone a los compositores de nuestro tiempo, la coletilla ilustra bastante bien otra de las dualidades presentes en la evolución del jazz, y en especial desde la aparición de los estilos modernos a mediados de los 40: la contradicción, aparentemente insalvable, entre lo culto y lo popular, o más exactamente entre lo que gusta a unos pocos pero resulta indiferente para una gran mayoría y viceversa.
Durante al menos la mitad de su existencia, el jazz fue la música popular por excelencia en Estados Unidos: se bailaba, se escuchaba en las emisoras de radio y arrasaba en las listas de éxitos. La relativa sencillez de sus estructuras y el carácter directo, rítmico y asequible de sus melodías lo convertía en particularmente apto para el consumo masivo. Ya hemos visto que el jazz no nació en escuelas ni conservatorios, y sus pioneros –además de buena parte de sus primeros grandes creadores- eran gentes de baja extracción social, a menudo provenientes de los ghettos, pero capaces de crear maravillas musicales de un alto grado de sofisticación, algo que con la llegada del bebop experimentaría un impulso expansivo sustancial. Con frecuencia se habla del “carácter cerebral” o intelectual de este estilo para encontrar un motivo que justifique la huída del público masivo hacia otros más asequibles como el rhythm’n’blues o, ya en los 50, el rock’n’roll. Esto es verdad en cierto modo: los gustos del público cambian a menudo caprichosamente, así como el interés de la industria musical por dinamizar el mercado con productos novedosos dirigidos al consumo de masas. En Bird, el retrato de Charlie Parker que Clint Eastwood llevó al cine, hay una escena que ilustra perfectamente la situación: Parker y un saxofonista que representa al exitoso r&b tipo Louis Jordan se encuentran en plena noche: Bird encarna la imagen de un nuevo jazz, duro y comprometido, frente al éxito fácil y algo tramposo de los blues honkers del momento.
Dejando a un lado que la imagen pueda resultar demasiado simplista (que se puede disfrutar a la vez -y mucho- del bebop y de los Tympani Five lo atestiguan un servidor y, por ejemplo, Sonny Rollins, que siempre los reconoció como su banda favorita de mocedad), lo cierto es que el jazz, como cualquier otra música, ha evolucionado probablemente más que su público, o al menos a mayor velocidad. Si Parker y muchos beboppers adoraban a Stravinsky, si Lennie Tristano no tenía inconveniente en introducirse en terrenos próximos al atonalismo ya en 1946 ó 47 era porque la creciente sofisticación de las formas jazzísticas impulsaba a los artistas jóvenes a territorios donde habitualmente el gran público no llega a entrar, porque los considera áridos, aburridos o, simplemente, incomprensibles. Lo paradójico es que, en una especie de metáfora de Saturno devorando a sus propios hijos, el jazz, música del pueblo en los años 30 y 40, empezó a convertirse en arte minoritario, y de género favorito de los negros urbanos pasó a ser condimento preferido en el menú degustación de jóvenes blancos de clase media con inquietud rebelde e intelectual. El esfuerzo honesto de muchos adalides del free jazz reivindicativo de los 60 por dotar a su música el carácter de arte por y para el pueblo se encontró con toda una generación de jóvenes negros que vibraban con el soul y el rock’n’roll, y no mostraban excesivo interés en una música de aristas complejas y no bailable. Pero el jazz, pase lo que pase, debía seguir su imparable huida hacia delante…
Todo esto lo sabía muy bien Miles Davis cuando en la segunda mitad de los 60 comenzó a ponerle ropa de diseño psicodélico y fragancia eléctrica a su música, causando un terremoto en el mundo del jazz y una fractura irreparable entre sus hasta entonces incondicionales fans. El debate –aún tras la muerte de Miles- sigue en buena manera vivo, porque él se encargó de echar un poco más de leña al fuego en los 80 incorporando generosas dosis de funk, pop e incluso hip hop a su fascinante potaje sonoro. Lo que hacía Miles –dejando aparte su nunca disimulado deseo por estar en primera línea del asunto- era no sólo reivindicar el diálogo entre el jazz y su tiempo (lo mismo que, a su manera, hicieron los maestros del jazz clásico entrando a saco en los éxitos de su época, que hoy conocemos como standards), sino dejar claro que el jazz contemporáneo no tiene porqué necesariamente ser comidilla de intelectuales o snobs con pretensiones. Es evidente que el jazz ha pasado a habitar para siempre en el reino de las músicas que exigen al oyente poner un poco de su parte y, por tanto, probablemente nunca volverá a copar los números uno del hit parade, pero su carácter serio y creativo, expresado en el orgullo de sus intérpretes al encarnar un pasado y una tradición maravillosos, no debería entrar en contradicción con su origen plebeyo y marcadamente popular. Tal vez en el mundo del siglo XXI Bird y Louis Jordan podrían tomarse algo juntos, marcarse unos cuantos blues sobre el escenario junto a dos djs y de paso hacernos recordar que lo que nos enamoró de esta música fue un impulso de verdad y de emoción.