
Escrito en 1994 y publicado en Cuadernos de Jazz, con ocasión de un número especial en recuerdo a Duke Ellington.
Estamos habituados a leer artículos y libros que, de forma docta y ejemplar, nos ayudan a situar la figura de Duke Ellington en el contexto de su significación dentro de la música de este siglo. Se ha diseccionado su obra con vocación de paciente taxidermista, analizado todos y cada uno de los ingredientes de su paleta sonora, se le ha comparado con los grandes genios musicales del pasado y el presente… Y sin embargo, Ellington es uno de esos escasos artistas capaces de provocar un impacto en lo más hondo de cada uno de nosotros, de abrir puertas tras las que se halla un mundo desconocido y luminoso. ¿Por qué no hablar sobre el Ellington que vive en cada uno de nosotros, que habita entre los pliegues de nuestras entrañas como un ermitaño en una cueva? Por esa senda pienso adentrarme aquí, portando un farol como el que ilumina las habitaciones oscuras en una novela de Dickens y teniendo cuidado de no despertar con mis pisadas sobre el suelo de madera a los genios que duermen…
Duke Ellington fue el primer músico de jazz al que tuve manía. Como se lee. Siendo aún un arrapiezo insolente, mi padre nos sentó a mi hermano y a mí ante el televisor para presenciar, con el debido respeto, un programa grabado como celebración del setenta y tantos cumpleaños de Duke (eran otros tiempos en la TV pública). Tocaron muchos grandes del jazz, amigos y admiradores del maestro. Pero mi único recuerdo es que nosotros dos lo que queríamos era ver una película o un serial de detectives, no a aquel hombretón de desmesuradas ojeras y su troupe de tipos ruidosos. Vaya, que me aburría, y preferí irme a la cama antes que soportar un minuto más de aquello. Dos años más tarde (Duke había muerto) compré mi primer disco de jazz. Y el segundo, no mucho después, fue uno de Johnny Hodges. El círculo se había cerrado, porque detrás de aquellas melodías irresistibles y dulces se hallaba, sonriente, el más elegante de los jazzmen. Ellington había ganado la batalla sin apenas subirse al corcel.
Hoy día, muchos después, todavía me pregunto qué hay en el arte de Duke Ellington que lo convierte en algo tan fascinante e influyente. Máxime cuando pienso que, pese a su indiscutible popularidad, no es la suya una música que a mí -al menos- me haya resultado fácil de escuchar. Todo lo contrario. Mis primeras sensaciones al tener acceso a sus célebres sesiones del período 1927-41 tuvieron mucho que ver con el desconcierto. Topaba en el camino con multitud de obstáculos: timbres indescifrables, tratamientos armónicos chocantes, construcciones estructurales complejas y crípticas, cabos sueltos que parecían no encajar… Demasiado para un degustador de emociones directas como era yo en esa época. Bird o Coltrane golpeaban en seco al estómago, pero Ellington, al mejor estilo de Muhammad Ali, bailaba a mi alrededor y lanzaba uppercuts certeros a donde mis defensas no podían o sabían llegar. Para entenderle había que detenerse y estudiar, analizar, un cierto distanciamiento. Lo mismo habría de sucederme con Monk, Ornette Coleman o Jelly Roll Morton, otros maestros de la forma.
En contra de lo que pudiera parecer en principio, considero que cualquier disco de Duke Ellington es bueno para iniciarse en su música, incluso aquellos en que la orquesta toca por enésima vez sus clásicos de siempre con desgana y aburrimiento evidentes. En todos ellos, todos, -cassettes baratas en supermercados, ediciones de dudoso origen carentes de mínima información, u horribles tomas en directo incluidas- hay algún momento de gran música, de arte sublime. Duke puede resultar previsible, pero nunca intrascendente. Algo así como el Monk obsesionado por recrear una y otra vez sus temas de siempre, como queriendo afirmar un trabajo de estilo tan laborioso. Ahí está, por ejemplo, la familiar introducción a Sophisticated Lady sonando otra vez muchos años después, pero entonces aparece el saxofón shakespeariano de Johnny Hodges y… ¡BOOOOM! , todo se ilumina, como aquel cine de Manhattan al que un día acudió un Woody Allen aún niño y desde cuyo foso, en el momento final de los créditos, nada menos que la mismísima orquesta de Duke Ellington comenzó a atacar Take The A Train.
En otros momentos, su música acude a mí con un poder hipnotizador enigmático y sorprendente. Tomemos el Duke de los momentos menos memorables, por ejemplo: el que titubea ante empresas harto complejas, el que cede ante la indomable avaricia de alguno de sus solistas, el que deja las cosas a medio hacer como planteándonos a nosotros la solución al enigma, el que acepta sin rubor los requerimientos del show business como un camaleón astuto, el que a veces hasta incluso se traiciona a sí mismo, víctima del orgullo infantil o un mal sueño. Entonces aparece ante mí el Duke decidido a forzar los límites de la tecnología del disco en Creole Raphsody, o el que dicen mandaba amortiguar las luces del estudio cuando se disponía a grabar Mood Indigo… Y renace así ante mí la imagen de un creador ambicioso y noble, vuelve a agarrarme por el cuello y…
Una vez, mientras viajaba en un tren hacia Toulouse escuchando East St-Louis Toodle-Oo (algo muy apropiado, pues se trata de una canción que habla de un ferrocarril), imaginé cuál sería mi reacción si se abriese la puerta del compartimento y, al mejor estilo de un filme de Hitchcock, apareciese Duke Ellington. No me planteaba una típica escena de admirador asombrado dispuesto a abalanzarse sobre tan afortunada oportunidad: ¿Y si me enviaba al infierno? Otra opción podría haber sido la de hacerme el despistado e iniciar una conversación del tipo: ¿Viaja a menudo a Francia? Una estupenda vista esta de la campagne, ¿verdad? o ¿le apetece un poco de mi sandwich de salchichón? No sería fácil, desde luego: no se topa uno con un genio así todos los días. No mucho rato después, pasado Lourdes, una adorable pareja de viejecitos se sentó frente a mí y, al ver mi camiseta de Los Angeles 84, me preguntó con la cortesía habitual de los franceses si conocía a Epi, el famoso jugador de baloncesto español. Desde entonces experimento una rara sensación al entrar en el compartimento de un tren.
Creo que Duke Ellington fue, junto a Jelly Roll Morton, el primer gran estructurador formal consciente del jazz. Quiero decir que el genio organizador de Louis Armstrong parecía surgir en él de forma espontánea, sin necesidad de análisis previo detenido. Don Redman fue tal vez el primer currante del jazz, un arreglista que trabajaba con tesón para dotar de una lógica interna al empaste de una orquesta tan irregular como la de Fletcher Henderson. Morton y Ellington, por el contrario, poseían el don casi visionario de intuir por dónde tenían que ir las cosas y a partir de ahí trazar líneas de actuación sobrias y precisas. A Duke le bastaba poner la máquina a funcionar, y el resto se lo proporcionaba la exquisita precisión de sus engranajes de relojería. Dicen que Billy Strayhorn fue su genio en la sombra (de hecho, siempre hallamos una figura o colaborador clave en cada momento crucial de su orquesta), pero ¿quien fue el que le trajo a su lado? Como un perspicaz instructor de alumnos aventajados, Ellington les guía hacia el conocimiento y luego les deja libres. Por eso pocos le abandonaron, si es que alguno llegó a hacerlo realmente.
El otro día volví a encontrarme con Duke. Fue en el parque, durante uno de esos paseos a ninguna parte que tanto me gustan. Contemplaba desde un banco el estanque de los patos con expresión apacible y relajada. Me senté a su lado y le pregunté:
– Dime, Duke, ¿por qué demonios no puedo dejar de escuchar tu música?
Sin mudar de semblante se levantó despacio y, antes de marcharse, contestó:
– Usted me confunde, amigo. Mi nombre es Peláez y estoy harto de encontrarme con pervertidos sexuales en los parques.
Fundido (en negro, claro).