
Durante buena parte de su prehistoria, la música afroamericana creció anónimamente en el campo, y especialmente en las extensiones rurales agrícolas de los Estados del Sur. Existen testimonios que recogen descripciones llenas de romanticismo de la actividad musical de los esclavos negros, realizadas a menudo por los propios propietarios de las plantaciones, llevados por una especie se mezcla entre curiosidad y filantropía. Hasta la segunda mitad del siglo XIX, el blues y sus derivados podían escucharse en los porches de los barracones, en los cruces de caminos o en las barrelhouses de los arrabales y los pueblos. Únicamente con su llegada a los núcleos urbanos esta música comenzaría a ser conocida, primero en todo el país y luego fuera de América.
Así nos encontramos con uno de los rasgos más marcadas del jazz como hecho sociológico: su carácter esencialmente urbano. Jazz y ciudad resultan indisociables, y en buena medida la evolución de esta música avanza paralela a la compleja y creciente sofisticación de la vida urbana, especialmente en lo concerniente a la creación de los ghettos: barrios a menudo deprimidos donde se ubicaba la población de status social más bajo. En su condición de música lumpen, el jazz llegó a los grandes núcleos urbanos del norte (en especial Chicago y Nueva York) y se instaló donde lo hicieron quienes lo interpretaban: en las barriadas pobres, en el ghetto, del que sólo comenzó a salir, muy lentamente, en los años 30. De la misma manera que en los ghettos de hoy día se escucha hip hop, por aquellos tiempos la música del negro pobre era el jazz duro y estridente que venía del sur; era una música que satisfacía sus necesidades de evasión ante un entorno social hostil, era ruidosa y emocionalmente intensa, estaba hecha por gentes que “eran como nosotros: marginados en su doble condición de artistas de algo que llamaban jazz y de negros descendientes de esclavos”.
Doble marginación: una losa difícil de levantar para una parte sustancial de los afroamericanos. Ni que decir que por aquel entonces no existían lo que hoy llamaríamos políticas de integración, y el activismo de los Derechos Civiles se encontraba aún en una fase muy incipiente. Por lo demás, y como el cineasta Spike Lee ha puesto de relieve en alguna de sus películas, hablar de integración en el contexto del ghetto es poco menos que una broma de mal gusto: A la agresión se responde con la agresión, y por principio el que “no es de los nuestros” es enemigo.
En este contexto no precisamente de comedia romántica sofisticada creció el jazz y se hizo adulto, poniendo la banda sonora a un enjambre de historias que tienen que ver con miseria, marginación y violencia, pero también alimentando la llama de una vida diferente, alegre y vital, auténtica y digna. El jazz –como lo hizo el boxeo, por ejemplo- no sólo proporcionó a muchos negros pobres la posibilidad de salir de un circulo infernal de pobreza, sino que sirvió para que muchos blancos se sintieran emocionalmente atraídos por una música y una cultura que en buena medida habían permanecido semi desconocidas para la mayoría, contribuyendo así a poner un hito en el largo camino hacia la igualdad de derechos basada en el entendimiento entre seres humanos libres. Esta apasionante historia se escribió en las ciudades, y sin ellas tal vez el jazz no hubiera pasado de ser nunca una simple música de pueblo conocida por cuatro gatos.
Imagen: WILLIAM CLAXTON