
Parece mentira, pero el pasado 2022 nos ha traído uno de los aniversarios más tristes de recordar: los 25 años de la muerte del más grande de nuestros músicos de jazz: Vicenç Montoliu i Massana, más conocido por Tete Montoliu.
Tete pertenece a ese particular grupo de personajes relevantes que consiguieron convertirse en pioneros en campos en los que, sencillamente, apenas existían precedentes en nuestro país. Y entre ellos, el jazz era un ejemplo muy claro. A diferencia de otros países europeos con una potente tradición jazzística, como Francia, el Reino Unido o los países nórdicos (en especial Dinamarca), España (supongo que en buena medida por culpa del aislacionismo y borrón cultural que supuso el franquismo) nunca contó con una escena jazzística relevante. Existía, desde luego, un reducido grupo de aficionados irreductibles, en especial en Cataluña, Levante y Madrid que vivían su pasión por esta música a un nivel casi clandestino, y en cuanto los músicos, los que conocían y apreciaban esta música se encontraban, si deseaban ahondar en su conocimiento, con la inexistencia de centros de formación musical que acogieran estudios al respecto.
De modo que se puede uno imaginar en un contexto así lo que supone que un chaval invidente de Barcelona, llevado por su admiración por Art Tatum o Earl Hines, consiguiera alcanzar un nivel de destreza técnica y comprensión global del jazz que le situaron a la altura no ya de los buenos intérpretes del género a nivel internacional, sino de los mejores.
Tete era por tanto, casi un milagro, una contradicción con piernas en un mundo donde el jazz era poco más o menos que una afición rara de cuatro locos. Como lo eran Iturralde o Vlady Bas, o Eric Peter, Joe Moro, Calderón, Peer Wyboris… Los pioneros de el jazz hecho por estas tierras. Pero Tete consiguió lo que ninguno: auparse al nivel de los grandes e incluso llegar a permitirse vivir única y exclusivamente de su profesión de músico de jazz, sin tener que buscarse las habichuelas por otro lado para salir adelante: toda una proeza, aún a día de hoy difícil de igualar.
Como pianista, Tete Montoliu consiguió además algo que no está al alcance de todos: dar forma a una identidad totalmente personal e identificable. Su admiración por los grandes maestros (además de los mencionados Tatum o Hines, otros posteriores como Monk, Bud Powell o Bill Evans) nunca se expresaba en la imitación. Tete tenía su propio sonido, y sus propias ideas. Técnicamente había llegado a ese punto en el que podía literalmente tocar lo que quisiera sin parecer jamás afectado o pasar por apuros. Se expresaba con intensidad, con coraje, sin miramientos, tanto en el contexto de grupo como en sus numerosos testimonios en solitario, arte que no gusta necesariamente a todos los pianistas y en el que él era todo un maestro. Cualquier solista de enjundia que anduviera por Europa y necesitara un pianista de alto nivel no dudaba en llamarle: Johnny Griffin, Roland Kirk, Anita O’Day… la lista sería, simplemente, interminable. Tete tocó con casi todos (en una ocasión me confesó que sólo hubiera deseado haber tenido la oportunidad de hacerlo con Miles Davis), y todos hablaban maravillas de él, sin fisuras. Tete era el tío, the man.
Y luego estaba el ser humano, el personaje. Como es habitual en estos casos, Tete vivía de una manera similar a como tocaba: con intensidad, con pasión y poco dado a las contemplaciones o a lo político o socialmente correcto. Se expresaba sin tapujos, con una marcada socarronería y humor corrosivo que también podían convertirse, si se le torcía el gesto, en borderío. Amaba su país natal, Cataluña, del que siempre se sintió embajador, y por supuesto amaba a su Barça, por más que uno nunca ha estado del todo seguro de que eso de que escuchaba los partidos con un pinganillo durante los conciertos responda del todo a la realidad.
Tete viajó por todo el mundo y por supuesto por toda nuestra geografía. En Castilla y León actuó en numerosas ocasiones, y muchos de sus conciertos siguen bien vivos en la memoria de los aficionados. Como los dos que ofreció en el Café España de Valladolid con ocasión de su 60 cumpleaños, en los que actuó como invitado el saxofonista británico Ralph Moore y dedicó dos inolvidables segundos pases a la música de Thelonious Monk y John Coltrane. Fue allí también donde coincidió por primera vez con Javier Colina, contrabajista con el que firmaría en años posteriores bellísimas páginas que son historia pura de nuestro jazz. También los palentinos pudieron disfrutarle en alguna ocasión: tuve entonces el placer de entrevistarle por primera vez, embargado por la emoción de compartir un momento inolvidable con el maestro.
Por desgracia, el puñetero cáncer se nos llevó a Tete aún en la plenitud de sus facultades, con mucho y bueno todavía por decir. Sus últimos testimonios discográficos y apariciones en vivo, a pesar de las huellas indisimuladas de la enfermedad, poseen toda la hondura e intensidad del Tete de siempre, incluso incrementada aún más por un tono reflexivo y de recapitulación que los convierte simplemente en conmovedores. Y un cuarto de siglo después de que nos dejará huérfanos en este mundo de locos, Tete sigue estando presente en nuestros pensamientos y su nombre, su maestría y su ejemplo, continúan alimentando la inspiración y los anhelos de las nuevas generaciones de músicos y aficionados al jazz de nuestro país. Así ha sido, y así será siempre. Sencillamente, Tete Montoliu.