
Nunca se ha encontrado entre mis aficiones favoritas la de dar forma a definiciones sobre lo que es o no el jazz. Para empezar no creo que nadie –ni siquiera quienes lo interpretan- tenga el derecho a arrogarse el copyright del género, ni a establecer cuáles son o no sus límites según su criterio personal. Por si esto no fuera suficiente, tampoco creo que el jazz sea una música que se adapte bien a los compartimentos estancos, y eso dice mucho a su favor: de hecho, cada intento por acotarla en terrenos demasiado estrechos acaba chirriando, incluso cuando manejamos términos tan comúnmente asociados al jazz como swing o improvisación. En todo caso, cada uno es libre de tener su propia idea sobre lo que considera o no jazz, y punto. De hecho, casi todas las definiciones que tradicionalmente se han ofrecido suelen tener algo de razón, porque ponen el énfasis en características determinadas de esta música.
Ya he dicho que este es un tema que nunca me ha obsesionado, pero una de las ideas que se me ocurren a la hora de hablar sobre jazz es el de pensar en una música colectiva interpretada por individualistas. Aquí radica otro de los muchos y excitantes rasgos dialécticos del género. Lejos de tener que acercarse lo máximo posible a un canon sonoro predeterminado, en el jazz el valor de la expresión personal tiene un carácter fundamental. El principal esfuerzo al que debe enfrentarse un músico de jazz es el de rastrear su propia voz, encontrar un lenguaje que pueda llamar suyo. Todos los grandes de esta música han tenido ese sonido personal e inconfundible que les hace ser reconocibles al instante, y que viene a ser la suma de elementos muy dispares: desde lo puramente físico (embocadura o pulsación) a decisiones técnicas (tipo y grosor de boquilla, parches, colocación, tipo de cuerdas, efectos…) y, claro está, un caudal de ideas que está dentro de cada uno y que sale al exterior en la medida que lo trabajamos. La imitación en el jazz –como arte creativo por encima de todo- debería quedar reducida a las fases primarias del aprendizaje: estudiar las soluciones técnicas y estéticas que han adoptado quienes nos han precedido es una excelente manera de transitar el camino largo y difícil de encontrar las nuestras propias.
Y sin embargo, cuando el jazz se ejecuta en escenario lo que escuchamos es un grupo: unos tipos creando juntos. Un verdadero grupo de jazz nunca es la simple suma de sus miembros, sino un todo que crece y respira unido. Durante buena parte de los años 80 estuvo de moda reunir esos All-Stars que inundaban las programaciones de los festivales de jazz, integrados por un puñado de grandes nombres que, echando mano de arreglos poco sofisticados del inagotable repertorio de standards, formaban un line-up a menudo de escalofrío, al estilo de las grandes superproducciones cinematográficas de los 70; uno por uno, todos eran músicos formidables, pero raramente el resultado final era convincente: solos interminables tras los cuales el solista abandonaba con frecuencia el escenario mientras el siguiente soltaba su rollito. Como en esos partidos de exhibición de la NBA, el juego o la táctica colectiva brillaban por su ausencia, aunque de cuando en cuando podías asistir a mates o jugadas aisladas espectaculares…
El equilibrio entre la personalidad del solista y el sonido compacto de grupo no siempre es un logro sencillo. Curiosamente, el jazz ha seguido a lo largo de su historia una trayectoria circular en este aspecto: sus variantes más clásicas daban primacía a lo colectivo (el ejemplo más claro es el del jazz de Nueva Orleans), mientras que el jazz moderno, desde el bebop, ha parecido primar la figura del gran solista acompañado por… Hasta que llegaron Ornette Coleman y los suyos reivindicando a su manera el viejo espíritu colectivo de esta música. A menudo se habla entre los músicos de jazz de una especie de comunicación telepática en los casos más extremos de comunión musical: así sucede, por ejemplo, cuando Elvin Jones u otros miembros del inolvidable cuarteto de John Coltrane hablan de su relación sobre el escenario. No hace falta en este sentido buscar explicaciones pseudo-esotéricas: aquella banda tocó unida casi cada noche durante cerca de cinco años, lo que le permitió convertirse en un todo orgánico donde el liderazgo personal lo era también colectivo.
Y al mismo tiempo, cuando Lester Young defendía su manera de tocar frente a quienes le intentaban convertir en un imitador de Coleman Hawkins, no sólo estaba defendiendo su derecho a una voz personal, estaba también peleando por el jazz como música libre y creativa, por su dignidad y su futuro.