
Publicado en 1998 en la revista Más Jazz
La voz interior actúa como una Tercera Fuerza, convirtiendo el Arte en vehículo de trascendencia
(Thomas Chapin)
En vísperas de un reciente concierto de Dave Douglas en Valladolid, recibí la triste noticia de la muerte de uno de mis músicos favoritos de los últimos años: Thomas Chapin. La leucemia, esa implacable enfermedad que va devorando los glóbulos rojos hasta envenenar la sangre, se lo había llevado el 13 de febrero. Su desaparición me hirió como una puñalada, como duele siempre el fallecimiento de un artista y un hombre al que admiras. Tenía 40 años: no era un chaval, pero aún así la sensación de dolorosa interrupción de una carrera de enorme futuro es en este caso más intensa que nunca. Shit, he’s gone, man!
Con posterioridad he tenido noticia de la celebración, el pasado mes de noviembre, de un homenaje en el Knitting Factory de Nueva York al saxofonista y flautista -por entonces ya seriamente enfermo-, tributo al que prestaron su talento desde fieles colaboradores de toda la vida, como el gran contrabajista Mario Pavone, hasta músicos de tendencias tan aparentemente dispares como Kenny Barron (que fue uno de sus primeros profesores), Anthony Braxton, Tom Harrell o Mark Dresser. Un abanico tan amplio da una idea del respeto con el que Chapin (a mis amigos y a mí nos gustaba pronunciar Chapín, convirtiéndole por arte de magia en un castizo de pro) contaba entre toda la comunidad del jazz, con independencia de estilos o corrientes. ¿Cuáles eran las claves de esa unanimidad?
Básicamente, Thomas Chapin era lo que podíamos llamar un Soul Player (nada que ver con el estilo musical, me refiero a lo de dentro), un músico capaz de llegar al fondo del oyente de manera directa, como un punch de Rocky Marciano. Estaba dotado de ese “algo” especial que distingue al juntaescalas del verdadero maestro. Su saxofonismo -que algunos entroncaban con el de Eric Dolphy pero que a otros nos recordaba fundamentalmente a no otro que el de Thomas Chapin- era cálido, tan agresivo como lírico, tan tergiversador como rendidamente romántico (Down Beat describió en una ocasión su música como “post-free rebelde con un toque melancólico”). Como flautista supo recoger la herencia de Dolphy o Roland Kirk y llevarla a su propio paraíso de arena, de luces y sombra en Central Park. En sus últimos discos dio paso también al saxo barítono. En todo caso, tocase lo que tocase, siempre era él mismo.
Ajeno en buena medida a ese marketing que ha acabado por invadir también el mundo del jazz (antes los músicos no necesitaban asesores de imagen, sino más bien éstos se inspiraban en la personalidad de aquéllos), Chapin era dolorosamente ignorado por el establishment de esta música, el mismo que se sabe muy bien la película del pasado pero deja pasar por delante el talento de hoy día, bien sea por miopía o por querer esperar a que sean otros los que disparen la salva de loas y halagos post-mortem… Y eso que Chapin fue en su día uno de los más jóvenes directores musicales que tuvo la orquesta de Lionel Hampton. Por contra, su prestigio entre los músicos, como he podido comprobar en numerosas ocasiones, era elevado, y en el downtown neoyorquino la sola mención de su nombre provocaba respeto y admiración.
En España tuvimos la suerte de escuchar en vivo a Thomas Chapin al menos tres veces, si no me equivoco. En una de ellas, durante el festival de Vitoria (allí se le presentó en el espacio lastimosamente íntimo del Ciclo del Jazz del Siglo XXI), tuve el gran placer de verle en compañía de su trio, el grupo básico que le servía de cauce de expresión. Y aunque hubo varios estupendos conciertos aquel año, el de Chapin fue, para mí, el más grande de todos: casi dos horas de música que era en sí misma alegría (quienes pudieron verle saben muy bien lo divertido que podía ser sobre un escenario), fuerza incombustible, rabia y dulzura, pasión e ironía; en suma: humanidad, alma, verdad desnuda. Las imágenes y los sonidos aún están pegados a mi interior como lapas a una roca. Aquella misma noche, observé avergonzado como un guarda jurado (inocente, sí, pero ¿qué pinta un guarda jurado en un concierto de jazz?) le ponía todos los reparos para acceder a la zona VIP de músicos, políticos y periodistas (tal vez olvidase su pase) en Mendizorroza, para ver el concierto de alguna gran figura. Él, que había protagonizado uno de los mejores espectáculos del festival en unos cuantos años…
Toda esta historia tuvo un amargo final el 13 de febrero. Por fortuna, nos quedan sus discos, reflejo fiel aunque no exacto de lo que fue un músico perteneciente por derecho propio a la especie de los diferentes. Thomas Chapin no debería caer -ni caerá- en el olvido, porque pocos como él simbolizaban el futuro del jazz lejos del revivalismo light; su misterio era tan diáfano como el sol: abre tu alma y toca, grita tu verdad, arriesga el cuello en cada nota. Get To Yo’ Soul ‘n Play, Play, man! Que Jesús, su amigo ahí arriba, le tenga en su gloria, y descanse en paz.