
… Y el sexo? Es sabido que una de las teorías sobre el origen de la palabra jazz lo sitúa en una expresión de argot patois que vendría a equivaler a “follar”. No es casualidad que esto sea así, sobre todo si tenemos en cuenta que esta música plebeya comenzó a escucharse en los bajos fondos de Nueva Orleans, donde marineros, jugadores, buscavidas y demás turbamulta abarrotaba burdeles y otros locales de más que dudosa reputación. No pocas historias de amor fugaces tuvieron lugar con el eco de un piano de pared de fondo, y es de sobra conocido que algún gran pionero del primer jazz, como Jelly Roll Morton (cuyo apodo tenía también un marcado matiz sexual) compaginó su dedicación artística con actividades tan socialmente poco decorosas como el proxenetismo.
Sexo y jazz se entremezclan con frecuencia, algo a lo que no es ajeno ningún género musical afroamericano. Como ya hemos visto anteriormente, la raíz primaria de esta carnalidad se halla en los propios ritos asociados a la concepción musical de los africanos, incluidos los de fertilidad. El propio carácter del término swing (balancearse, mecerse) nos trae a la memoria (y al oído) otros balanceos igualmente gratificantes. No son pocos los jazzmen (en especial los clásicos) que aluden a esta cuestión cuando, por ejemplo, Ben Webster hablaba de interpretar baladas con un tono poderosamente viril y sexual, “como si te quisieras ligar a la chica de la primera fila”: una particular versión del ritual de apareamiento, sin duda. Y todo esto dejando al margen algunos tópicos muy transitados sobre el asunto, como la sensualidad del saxo sedoso o la mirada sugerente de una cantante agarrando el… micrófono. Hace algunos años leí una encuesta publicada en Estados Unidos en la que se afirmaba que los aficionados al jazz tendían a practicar el sexo con mayor regularidad que el resto de los mortales. Si esto fuera cierto, ¿por qué perder el tiempo escuchando aburridos grupos de pop británico?
El Demonio y Dios completan esta especie de gran trilogía que sobrevuela el tejido básico del jazz en buena parte de su historia. Considerado durante mucho tiempo, junto con el blues, como una “música del diablo” por las mentes bien pensantes (tanto por los afroamericanos como por el WASP ortodoxo), el jazz ha tardado muchas décadas en quitarse esa mala fama que le acompañaba desde los tiempos de los burdeles de Nueva Orleans. Drogas, gangsterismo, prostitución y todo tipo de vicios más o menos inconfesables fueron, durante largo tiempo, compañeros inseparables de viaje de la gran familia de esta música, y de hecho aún lo son para quienes, desde el distanciamiento o la ignorancia, manejan los cuatro tópicos más usuales en torno a la misma: el humo de los garitos, Johnny y su pistola entrando en el oscuro local con la chica rubia esperando, el trompetista desquiciado por el alcohol, el camello siniestro que ronda los clubs buscando colocar su mercancía al jazzman yonqui… imágenes superadas hace mucho que poco tienen que ver con la realidad actual del jazz: el perfil del músico de última generación es el de un joven aseado, con educación universitaria y que en la mayoría de las ocasiones ni fuma, ni bebe alcohol ni se droga.
Esa aureola, por tanto, del jazz como música pecaminosa es en nuestro tiempo más un mito que otra cosa. Aún así todavía tengo muchas veces que entrar en debate con gentes que, con mayor o menor conocimiento, sueltan aquello de que “un músico de jazz que quiere tocar bien tiene que estar colocado” o “a los músicos de jazz les gusta colocarse para tocar”. Dejando aparte el qué haríamos con tantos excelentes músicos de jazz que hicieron y hacen música maravillosa sin ayuda de sustancias alucinógenas, la realidad es que el consumo de drogas o alcohol nunca ha determinado el genio de un artista. Nadie medianamente serio puede pensar que Charlie Parker, por ejemplo, no hubiera revolucionado el jazz como lo hizo sin sus trancazos de Hennessy o la ingestión desordenada de sustancias de todo tipo. Quienes hemos probado la marihuana o el hachís sabemos que entre sus efectos se encuentra el estímulo de determinados aspectos del funcionamiento del cerebro que afectan a la imaginación o la fantasía, pero de ahí a concluir que “se toca mejor colocado” hay todo un mundo. En realidad, el uso y abuso de drogas y otras sustancias es en el jazz un hecho más social que otra cosa, uno de esos rasgos o ritos de identificación de grupo que durante una época tuvieron su importancia pero que acabaron siendo sustituidos por otros en la medida en que el propio jazz cambió y evolucionó hacia una música más “respetable”, permítaseme la expresión. Y no olvidemos que, en cuanto arte plebeyo que nació en los barrios marginales y creció en los ghettos, convivió con circunstancias muy distintas a las que uno pueda encontrarse en el lado soleado de la calle. La exorcización de esos demonios, el grito de George Adams en Devil Blues de Charles Mingus o en su día los asesinatos de Leadbelly y la historia de Robert Johnson vendiendo su alma al maligno no debería verse tanto como clichés románticos de un mundo en blanco y negro, sino como lo que realmente son: vivencias de seres humanos en un tiempo y un lugar, en una sociedad y unas circunstancias ante los que cada uno reacciona como Dios le dio a entender…