
Publicado en Jazz Gazette en 2001.
Durante muchos años, la sola mención de su nombre garantizaba el cumplimiento de aquel axioma que en su día enunció Miles Davis: “un grupo vale lo que vale su batería”. Si una formación de jazz contaba con Billy Higgins a los parches, el swing y la magnificencia rítmica estaban asegurados. Y ahí te lo encontrabas siempre con la eterna sonrisa de niño grande, pertrechado en su humildad de hombre de bien para huir de un protagonismo que sin embargo le proporcionaban la extraordinaria musicalidad y el talento que escapaban a borbotones de su estilo elegante y melódico. Poco importaba que su jefe de filas fuera Ornette Coleman o Clifford Jordan, Sonny Clark o Dexter Gordon: Billy siempre parecía tocar a gusto y tocar bien. Feliz nos cautivaba porque por encima de todo Billy disfrutaba mucho con lo que hacía, y lo expresaba en esa joie de vivre que envolvía su forma de tocar. Para él sólo existía una gran música, y su deseo era participar en su creación sin preocuparse del contexto en que esta tenía lugar. Todos le querían, porque Billy Higgins nunca decepcionaba.
La noticia de su muerte ha afectado mucho a la familia del jazz. Poco importaban tus preferencias estilísticas: sobre Billy no había controversia; era uno de los grandes, de los privilegiados capaces de dejar su huella en la historia de esta música. Y especialmente recordamos los aficionados vallisoletanos aquellas visitas suyas durante los 80, cuando casi literalmente cada grupo all stars que viajaba en los veranos a Europa le llevaba como batería. Y la entrevista en el Felipe IV, cuando respondió con una sonrisa afectuosa a nuestras disculpas por haber alterado el sagrado descanso de su siesta, o los juegos con el público en aquellos maravillosos solos que regaló como integrante del cuarteto de George Coleman. Escucharle agazapados en un lateral del escenario bien equivalía a todo un curso de cómo entender el verdadero feeling del jazz aplicado a un espíritu de grupo; y de vez en cuando te veía ahí y te enviaba una de sus sonrisas, como diciendo “hey, tío, no veas cómo me lo estoy pasando”. Entonces pensábamos que aquel tipo era inmortal, cosa que nos ha ratificado ahora su desaparición: Billy Higgins vive la vida eterna allí donde esté, su arte sobrevive a la presencia accidental de su cuerpo.
Billy surgió de la escuela californiana (había visto la luz en Los Ángeles en octubre de 1936), y comenzó muy joven a tocar en distintas formaciones de r&b. Con tan solo 21 años participó en su primera sesión de grabación, liderada por su colega californiano y bajista grande y gracioso donde los hubiera, Red Mitchell. Pero uno de los momentos más decisivos de su vida tuvo lugar cuando entró en contacto con el grupo de músicos que, nucleado en torno a aquel extraño personaje, Ornette Coleman, andaban dándole forma a una nueva manera de entender el jazz que con el tiempo se llamaría Free. Cuando Ornette empezó a grabar Billy participó en varias de las grabaciones seminales de este estilo, como Somethin’ Else o Free Jazz. Por entonces su nombre comenzaba a circular ya por todo el mundillo del jazz, en especial cuando el cuarteto de Coleman se presentó en el Five Spot de Nueva York en 1959, causando una conmoción musical como no se había visto desde los tiempos del bebop y Charlie Parker.
Aquello le valió a Billy el respeto generalizado; Un montón de discos del sello Blue Note entre ese año y el 65 llevan su nombre en los créditos, bajo muy diferentes liderazgos. Pese a su pertenencia a uno de los colectivos más revolucionarios de la historia del jazz moderno, Higgins era capaz de expresarse en contextos mucho más tradicionales sin perder un ápice de su frescura y originalidad. El fin de la asociación con Ornette (siempre temporal, pues ambos siguieron colaborando ocasionalmente durante toda su vida) supuso el comienzo de su carrera como free lance. La lista de grandes del jazz con los que tocó o grabó sería interminable: Sonny Rollins, Dexter, Jackie McLean, Hank Mobley, Lee Morgan, Jommy Heath, Mal Waldron, Hilton Ruiz, Pat Metheny… Hace unos tres años comenzaron a llegar noticias feas sobre su delicado estado de salud, y su presencia en giras y festivales se hizo cada vez más esporádica. Sin embargo su participación en grabaciones seguía siendo intensa y venía a aliviar en parte nuestro mono de Billy Higgins. El pasado mes de febrero hubo de ser hospitalizado de urgencia, y el 16 de abril una neumonía complicada con graves problemas hepáticos y renales le llevaron de nuevo al hospital, del que no saldría. Murió en la madrugada del 3 de mayo.
Billy Higgins pertenecía a una estirpe de baterías en peligro de extinción: los melódicos. Su platillo zumbaba con la magia etérea de Kenny Clarke, su caja bullía con la alegría sincopada de Nueva Orleans, sus tambores cantaban con la claridad de Sarah Vaughan y nunca se atropellaban. Billy era de esos que sabía parar y jugar con los espacios, sugerir múltiples direcciones y viajar siempre con la melodía original del tema pegada al oído. Cuando en los 80 una absurda moda nos hacía tragarnos aburridos solos de batería de 15 minutos en los conciertos, los suyos nos hacían olvidar el paso del tiempo, eran como oasis en mitad del desierto. Eran música. En su esencia. Y Billy Higgins no acompañaba: envolvía. Y tenía un sonido, tan suyo como intransferible. Y tenía swing…
Ahora ya no le tenemos a él. Sus testimonios discográficos póstumos, dos deliciosos trabajos con Charles Lloyd y el último editado por John Scofield, quedan como legado final de un músico que nos regaló tanta felicidad y tanto amor, que nos sentimos incapaces de devolvérselos con unas simples y tristes líneas.
Nos duele el alma, Billy hermano.