
¿Para qué sirve la música? Una de las actividades más antiguas del hombre, si nos atenemos a lo que afirman los expertos. Desde luego, con mucho anterior a que se inventara la notación musical. Prácticamente, resulta imposible concebir la sociedad humana sin ella.
Como resultado de una sociedad cada vez más compleja, la presencia de la música en nuestras vidas ha adquirido claves de significado múltiples. Me explico: parece probado que las primeras manifestaciones musicales en la historia poseen un sentido ritual, mágico y religioso. Con el paso de los siglos, a ese fin originario se le han ido añadiendo connotaciones nuevas, producto de la aparición de la idea de Arte y otras sofisticaciones similares. Incluso en la época actual, la música se utiliza a menudo con fines terapéuticos o curativos, como recurso de ambiente –aeropuertos, salas de espera, etc.– junto a otras finalidades que tienen que ver con su capacidad para estimularnos o generar sensaciones.
Y, sin embargo, el rasgo ritual y espiritual nunca ha desaparecido del todo en la apreciación de la música por parte de los humanos. Lo cierto es que el poder que posee para despertar en nuestro interior fuerzas a menudo ocultas es más grande de lo que se piensa. Y, por supuesto, está el hecho de que a través de la música el hombre puede expresar sus sentimientos más profundos y su estado de ánimo.
Es en las tradiciones musicales más antiguas donde mejor se mantiene el carácter ritual y espiritual, asociado con frecuencia a ceremonias religiosas, cultos iniciáticos o episodios mágicos. En este sentido, la música africana se lleva la palma, y su difusión por todo el mundo –en especial en América– ha extendido el fenómeno a culturas musicales muy distintas. En la tradición africana, el status social del músico es por regla general distinto al de sus colegas europeos: a menudo se le considera a la par de un sacerdote que oficia un ceremonial. En las noches de curación de los Gnawa, descendientes de africanos sub-saharianos que fueron llevados como esclavos o llegaron como inmigrantes al norte de África, un maestro entona diferentes canciones que, asociadas a un color o espíritu determinados, acompañan al enfermo a un estado de trance que le pone en vías de curación y, por ende, de fortalecimiento espiritual.
Este carácter marcadamente espiritual viajó al Nuevo Continente en los galeones llenos de esclavos, dando lugar a una cultura musical mestiza inmensamente rica, desde Nueva Orleans al Sur de Brasil. En el Caribe, los rituales vudú son indisociables del uso de percusiones incendiarias que acompañan el trance, del mismo modo que en Cuba sucede con la santería y sus ceremonias. Las expresiones más puras del samba y otras formas musicales brasileñas poseen igualmente origen religioso o ritual, y tal vez no mucha gente se imagine que músicas como el tango tienen más que probablemente un inicial carácter de simbología sexual.
Por su enorme influencia sobre la música y la cultura occidentales, es evidente que las formas musicales afro-norteamericanas suponen un ejemplo más que evidente de todo lo dicho hasta ahora. Bien sea en su variante religiosa –el canto espiritual o el gospel, directamente vinculado al sincretismo religioso en la comunidad negra de Estados Unidos– o profana –el blues, expresión del estado de ánimo de quien lo interpreta-, la música negra en Norteamérica destaca por su enorme connotación espiritual.
Hace un montón de años, un día de Navidad, mis padres me regalaron un ejemplar del disco A Love Supreme, de John Coltrane. Con gran nerviosismo me encerré en la habitación, encendí una luz íntima y me dispuse a escuchar. No conocía aquella música, aunque sí a Coltrane. Cerré los ojos y me dejé llevar por aquel torrente de fuerza, de modo que un sentimiento de elevación constante se adueñó de mí y me llevó, literalmente, a parajes que no había visitado nunca. Bueno, a muchos les ha pasado lo mismo, pensarás. Muy cierto. A Love Supreme es tal vez el ejemplo discográfico más acabado y conocido de la dimensión espiritual del jazz. De hecho, la fuerza de este disco es tan descomunal que me es imposible escucharlo a trozos o como fondo a una velada más o menos interesante. Cada vez que me sumerjo en él lo hago como aquel primer día, y por regla general en momentos en que necesito ese apoyo espiritual para seguir adelante. Teniendo en cuenta mi agnosticismo y no adscripción a confesión religiosa alguna, uno se puede imaginar lo que significa todo esto. En no pocos momentos, la intensidad de la música de Coltrane alcanza niveles muy asimilables a los trances Gnawa, y muchas de sus testimonios más tardíos (pongamos de Ascension en adelante), contienen claves de interpretación que nos retrotraen a una esfera primigenia y básica de la música, a sus continentes mágicos y espirituales.
Todo esto lo sabía, y muy bien, el pianista y compositor Randy Weston, que convivió durante muchos años con los Gnawa cuando vivía en Marrakech. Su música, poderosamente enraizada en el territorio fértil de Ellington o Monk, posee un poder de trascendencia y una magia casi sin parangón en el jazz contemporáneo. A través de artistas como él, este legado ancestral se proyecta al jazz del futuro, iluminando una parte importante del camino. Los miembros del Art Ensemble Of Chicago, formación emblemática de una manera de entender la evolución de la música afroamericana en un contexto de experiencia cultural y social, suelen iniciar sus conciertos situándose en respetuoso silencio en dirección a La Meca, a modo de ofrenda.
Que nadie piense que cuando hablamos de todo esto nos referimos a pamplinas o meros efectos escénicos. Lejos de defender un concepto herméticamente espiritualista del jazz, hay que reconocer que en el combustible básico que alimenta su fuerza y su autenticidad está en primer lugar el alma desnuda de un músico que ante todo es un ser humano que expresa lo que es y siente a través de su música: su dimensión más íntima, el terreno donde se cruzan sentimientos, creencias, dolor y alegría.
Hablando de Randy Weston, recuerdo una escena muy interesante en sus conciertos: Antes de tocar, o al final de la actuación, se dirigía uno por uno a sus músicos, dándoles la mano y expresando su agradecimiento por contribuir a una construcción musical colectiva. De alguna manera, lo que Randy hacía era rendir homenaje a una concepción del arte como celebración gozosa de la vida. Cuántas veces he presenciado conciertos donde los músicos parecen ignorarse los unos a los otros, cada uno centrado en su propio rollo. Otras veces aparecen caras de sufrimiento e incomodidad, especialmente entre los artistas más noveles. La música puede alcanzar un gran nivel, pero casi siempre carece de esa magia especial que le da el compartir juntos una experiencia que es energía colectiva, celebración de la vida. Cuando piensas en esto, entonces muchas de las cosas que Randy hacía adquieren una lógica aplastante: se dirigía despacio al piano, contemplaba durante unos segundos que parecían interminables el teclado y luego enviaba sus grandes manos a iniciar un recorrido solemne y hermoso por los confines del corazón. Todo se hacía entonces coherente, como los silencios hercúleos de Monk, sus rodeos y bailes en el escenario, o la insistencia de Elvin Jones en que los ingenieros de sonido no le encerrasen en un cuarto para bateristas a la hora de grabar con Coltrane y les permitiesen tocar juntos, mirándose. Llámale telepatía o comunión de almas, llámale lo que quieras; por ejemplo, música.
Antes de iniciar cualquiera de sus conciertos, el Ensemble del saxofonista Fuasi Abdul-Khaliq reúne a sus músicos en un círculo y les invita a unir sus manos para invocar juntos la fuerza espiritual que haga vibrar la música. Yo he sido invitado a ese corro en varias ocasiones, y he sentido la vibración transmitirse de uno a otro como si se tratase de una imaginaria corriente eléctrica. Sobre el escenario tal vibración se hace música, adquiere vida y, como retóricamente dibujaría Eric Dolphy, se desvanece en el aire sin dejar huella. Por dentro nos sentimos más fuertes, dominados por algo parecido a la euforia. Estamos curados…