Desiderio, Desiderio

Recordando la visita de Dexter Gordon a Valladolid

Corrían los primeros años 80, época inolvidable para los aficionados al jazz vallisoletanos: la recién creada Asociación de amigos del Jazz desplegó velas, impulsada por los nuevos aires de colaboración con el primer Ayuntamiento democrático, para proponer una programación regular de conciertos de verdadero lujo que hizo pasar por distintos escenarios de la ciudad a un número considerable de formidables representantes de la escena jazzística del momento: de Art Blakey a Sun Ra, pasando por citas ya históricas con Ron Carter, Tete Montoliu con Bobby Hutcherson, la big band de Mel Lewis, un all-star con Harold Land, Cedar Walton y Billy Higgins, Woody Shaw, George Adams-Don Pullen… y Dexter Gordon, Desiderio para los amigos.

El de Dexter fue, por muchos motivos, uno de esos conciertos que nunca se olvidarán. Para empezar, estaba la propia dimensión colosal de su protagonista, que tras unos cuantos arrechuchos de salud parecía estar recuperando la forma y por ende su posición de privilegio en el día a día del jazz. Ni que decir tiene que a todo el grupo que conformábamos la Asociación la sola idea de ver al gran Long Tall sobre el escenario del antiguo Teatro Carrión, el lugar elegido para la cita, nos provocaba una emoción y excitación máximas. El bolo se preparó con mimo, dando por seguro que sería, como efectivamente sucedió, uno de los eventos musicales de referencia en la ciudad durante mucho tiempo.

Llegó el día D, y poco a poco un buen número de personas se fue acumulando frente a las puertas del teatro. La noche era suave, perfecto escenario para un momento inolvidable. Todo parecía preparado cuando, a menos de una hora para el inicio del concierto, una llamada telefónica nos comunica que el grupo, que viajaba desde Valencia, venía con retraso e iba llegar muy justo para la hora prevista. Bien, como dicen los que saben de esto, “no hay bolo sin marrón”, y nos dispusimos a vivir un rato de agobio hasta que el asunto se encarrilara. A todo esto el público, que desde hacía un buen rato se agolpaba en las puertas de acceso, empezó a impacientarse y a pedir sonoramente que estas se abriesen para poder, cuando menos, pasar al vestíbulo y a su localidad. Fue el momento de tomar decisiones rápidas: a la vez que se abrían las puertas, me encargaron que me fuera para la entrada de acceso de artistas en un lateral del teatro a esperar la llegada del grupo y conducirles directamente al escenario. No había tiempo para bienvenidas ni, por supuesto, pruebas de sonido. Tragué saliva y me dirigí presto a mi puesto, que daba a una calle peatonal por donde deberían aparecer Dexter y los suyos… O al menos en eso confiábamos.

Hacía ya un ratillo que la hora prevista para el inicio del concierto había sido superada: mi corazón latía casi a 100 negras por minuto, y un sudor frío se adueñaba de mis manos. Si esto se demoraba mucho más, la cosa iba a ponerse chunga. Huelga decir que por aquel entonces los móviles no existían, y cualquier comunicación con el grupo era mucho más complicada. Recuerdo aquellos minutos, sin duda, como unos de los más estresantes de mi vida… Hasta que, por fin, observo que una furgoneta blanca gira rumbosa hacia en interior de la calle y se dirige hacia la entrada del teatro a mi señal. Son ellos, no cabe duda. Con la excitación del momento apenas pienso en quién está ahí dentro, tan solo quiero que el proceso se acelere lo máximo posible y el concierto pueda al fin empezar. Entonces el vehículo se detiene, la puerta lateral se abre despaciosamente y ahí aparece, triunfante en todos sus casi 2 metros de altura, esbozando una sonrisa emblemática y portando en una mano la funda con su saxo y en la otra una botella semivacía de coñac, el único e inigualable Desiderio, Dexter Gordon.

Fue un momento de sensaciones extremas y contradictorias: por un lado, la circunstancia agobiante del momento, y por otro el impacto súbito de tener avanzando hacia mí, con una amplia y característica sonrisa, a uno de mis héroes de siempre.

– Hi, I’m Dexter.

Fueron sus palabras, ahogadas en el emblemático velo carrasposo de su voz, esa que tantas veces había escuchado en grabaciones y entrevistas. Lo que más me llamó la atención fue sin duda, además de su altura, el color de su piel, tostado claro, y su andar un tanto vacilante. Te daba la sensación de estar bastante achispado, lo cual no constituía precisamente una circunstancia relajante.

– Un placer, señor Gordon. Acompáñenme, por favor, vamos mal de tiempo.

Avanzando raudos hacia el escenario, apenas tuve tiempo de explicarles que, dadas las circunstancias, no había lugar en pensar en nada parecido a una prueba de sonido: sería llegar y tocar, sin más. Les dejé colocando sus cosas en el camerino, y me dirigí a campana herida a mi localidad para avisar de que podían apagar las luces y dar comienzo al concierto. Se abrió un impasse durante el cual la tensión e impaciencia acumuladas podía cortarse con cuchillo, hasta que a los pocos minutos los cuatro músicos accedieron a escena sin aparentes prisas. Dexter, siempre sonriente y con ese temblor vacilón que en realidad era swing hecho carne, se acercó, saxo en mano, al micrófono de voz para susurrar, desde lo más hondo de la caverna, su frase emblemática:

– Soy Califaaaaa…!

Y patapúm, aquello arrancó de una manera explosiva, de modo que, apenas unos segundos después, me atrevería a decir que ninguno de nosotros pensaba ya en demoras o incertidumbres, y que si en alguien habitaba resto de enfado alguno, éste se había diluido en un mar de felicidad y excitación crecientes: Dexter, Desiderio, Long Tall y sus compañeros nos regalaron un concierto colosal, salpicado por las maravillosas y dulces intervenciones del maestro para presentar su próximo tema, deleitarnos con un breve recitado de la letra u honrar a sus músicos. Fue glorioso, enternecedor, homérico.

La hora y pico transcurrió como un segundo, y pronto nos hallábamos, puestos en pie, despidiendo a aquellos seres que parecían venidos de otro planeta. Dexter blandiendo su saxo en horizontal y al frente, como siempre hacía, la mirada a medio camino entre nosotros y un mundo que presumíamos cálido y placentero. Emoción.

Poco a poco, con la parsimonia habitual en las circunstancias excepcionales, el público fue abandonando el teatro con una disposición de ánimo muy diferente a la que le embargaba al entrar: todos éramos conscientes de haber tenido el privilegio de vivir un momento inolvidable, fijo en la memoria para siempre. Los técnicos se pusieron a recoger, tras confirmarnos que aquello, por fortuna, había quedado grabado, y nosotros nos dispusimos a echar una mano para dar por concluida la cosa.

Alguien me comenta que me llegue al camerino a ver qué tal están los músicos y avisarles que en unos minutos saldremos para el restaurante. Me acerco y, tras tocar educadamente en la puerta semiabierta, me deslizo con precaución para darme de bruces con una situación extraordinaria: solo, sentado en una silla y en camiseta de tirantes, Dexter lleva su saxo a la boca y comienza a tocar, con toda la dulzura y parsimonia que puedas imaginarte y más, Bésame mucho. Me quede entonces ahí, petrificado, contemplando a aquel hombretón convertir la atmósfera de aquel pequeño cuchitril en arte puro, sin ser probablemente del todo consciente de que estaba experimentando uno de los momentos más hermosos e intensos de mi por entonces aún corta vida. Dex le dio un par de vueltas al clásico y luego se puso en pie tan grandote como era, y empezamos una breve conversación aderezada por anécdotas referidas a una “novia española” que tuvo en Los Angeles y algunas cosas más que ya no recuerdo con precisión.

Al rato, salimos todos a la calle y entonces se abre un pequeño agujero en mi memoria que supongo ocupó el traslado al hotel (ya no recuerdo si hubo cena antes o después), hasta que una última imagen se enfoca y hace clara: frente al mostrador del Hotel Imperial, junto a la Plaza Mayor, me despido de Dexter con un cálido apretón de manos, regado como no por una sonrisa y unas palabras de agradecimiento apenas susurradas. Regreso entonces a casa con el alma embravecida y esa sensación indisociable de los grandes momentos, de los bright moments. Y aún me viene con frecuencia todo aquello a la memoria cuando paso por delante del hotel, y en más de una ocasión he comentado a gentes con las que voy:

-Ahí estuvo Dexter.

Suena entonces en mi mente la melodía despaciosa y rotunda de aquella balada e, invariablemente, una sonrisa acude a mi rostro. Fue entonces, y es ahora.

Publicado por elcallejondeljazz

(Gijón, 1962) Comencé a interesarme por el jazz a los 13 años. En 1981 me uní a la Asociación de Amigos del Jazz de Valladolid, colaborando en las tareas organizativas del Festival internacional de Jazz y otras actividades como emisiones radiofónicas, charlas de divulgación, publicaciones... A finales de los 80 me incorporé al plantel de colaboradores de El Norte de Castilla como cronista de jazz, publicando regularmente artículos, reseñas y crónicas en el suplemento Artes y Letras, dirigido por Francisco Barrasa. En el otoño de 1990 entré a formar parte del equipo -primero como colaborador y más tarde como redactor- de la revista Cuadernos de Jazz, dirigida por Raúl Mao. A finales de los 90 escribí también para El Mundo -Diario de Valladolid y el bimensual Más Jazz, dirigido por Javier de Cambra. ​En febrero de 1991 me convertí en programador de conciertos del Café España de Valladolid, tarea que desempeñé hasta su cierre en 2009, participando en la realización de más de un millar de conciertos durante el período. ​En 1994 me incorporé al jurado del Concurso de grupos del Festival Internacional de Jazz de Getxo, tarea que he venido desarrollando hasta la fecha. He participado también en la organización de varios ciclos y eventos jazzísticos, como los festivales de Burgos, Palencia, Ezcaray, FACYL de Salamanca, el festival Ahora de músicas creativas de Palencia, el ciclo Son del Mundo de Caja de Burgos o la Red Café Música de Castilla y León. ​Entre 1996 y 99 trabajé como road manager para la agencia Jazz Productions de Barcelona, participando en giras con, entre otros artistas, Johnny Griffin, Kenny Barron, Abbey Lincoln, Phil Woods, Mulgrew Miller, Steve Lacy, Diane Reeves o Jesse Davis. ​Desde 2010 coordino la programación cultural del Café del Teatro Zorrilla de Valladolid, tarea que compaginé durante cinco años con la presentación del ciclo de conciertos Ondas de Jazz de Vitoria, dirigido por Joseba Cabezas. Soy cofundador de la asociación Cifujazz, destinada al mantenimiento del legado de Juan Claudio Cifuentes. Realizo también el podcast radiofónico Dial Jazz.