
Más de una vez me he preguntado de dónde surge la pasión por las cosas: ¿Se trata de un impulso irrefrenable, incrustado en los genes de manera que, más tarde o más temprano, se hará visible y nos condenará, con la fatalidad de lo inevitable, a amar con locura un objeto de deseo? ¿O tal vez todo surge a partir de un estímulo externo, procedente de nuestra familia o entorno próximo, provocado por la deliberada intención de hacernos cómplices de pasiones desatadas con anterioridad, que buscan transmitirse como nuevos episodios de un credo interminable? ¿O acaso todo sucede simplemente por una de esas casualidades que tiene la vida, caprichosas y aleatorias o justificadas por sutiles operaciones de pura estadística matemática?
Bueno, tal vez haya un poco de todo ello. El joven pianista riosecano José Luis Kaele, una de las últimas revelaciones de nuestra música, me contó en su día que su obsesión por el jazz, género con el que nunca había tenido hasta avanzada su adolescencia el menor contacto, ni familiar ni de ningún otro tipo, comenzó a fraguarse al avanzar el dial de su radio en mitad de la noche y toparse con el programa de Juan Claudio Cifuentes, quedando atrapado en los mil y un fascinantes misterios que aquella música desconocida para él le planteaba. Una circunstancia básicamente fortuita, por más que el chaval ya hubiera mostrado desde alevín un don para el hecho musical, aunque no expresado en una dirección concreta.
En el otro extremo del proceso, en más de una ocasión he participado, junto a otros chiflados del jazz como yo, en esas típicas iniciativas, preñadas de un entusiasmo entre religioso y guerrillero, dirigidas a divulgar nuestra música amada en centros educativos, convencidos de que ese es el camino para, al menos a medio o largo plazo, crear una nueva generación de entusiastas por el jazz. Y allí aparecemos con nuestros artefactos y una selección musical cuidadosamente preparada (¿cómo no va a estar Jelly Roll Morton? ¿Dejar fuera al Miles eléctrico?) que literalmente vomitamos como los conejitos de Cortázar ante unos espectadores a medio camino entre la somnolencia, el desinterés más evidente y/o (tal vez) mínimamente atraídos en algún caso por “esa señora que parece eimi güainjaus” (Lady Day, of course).
En definitiva: el amor por el jazz, y en general las pasiones que convierten la vida en algo que puede llegar a ser soportable más allá de los avatares del día a día, ¿surge de manera espontánea o es algo adquirido, bien por contacto o a través de una ley de causalidad que nos lleva, como el hombre delincuente del profesor Lombrosso, a morder el anzuelo por mucho que intentemos evitarlo?
No sé lo que habrá sucedido en vuestro caso, pero en el mío (de una manera similar al que os he comentado del bueno de Kaele), hubo, al menos en apariencia, poco de preparación y mucho de fortuito. Un día agarré un pequeño casette que andaba por ahí y decidí ponerme a grabar cintas a partir de los discos que había en casa, una no muy amplia pero si coqueta y variada colección que abarcaba desde Jorge Cafrune y Los Sabandeños a Tom Jones, Stanislav Richter y… y unos tipos que parecían tocar saxofones y trompetas. Algo que intuía sería jazz, una música que a veces podía escucharse en la radio y, muy puntualmente, en la tele, en especial como cabecera a retransmisiones deportivas setenteras.
Dirás, sagaz como eres, que tan casual no fue la cosa: ahí había discos de jazz, lo cual indica que a tus padres al menos les interesaba y puede que, incluso, te lo pusieran de bebé para inducirte el sueño (teoría que mi padre mantuvo durante años, afirmando que mi pasión desmedida por el jazz había surgido por la escucha inconsciente y prolongada de hermosas baladas de Ben Webster. Mentía: nunca hubo discos de Ben entre aquel puñado de Lps primerizos, ya que el primero de los suyos que entró en casa, Atmosphere For Lovers And Thieves, lo compraría yo mismo varios años después).
Y si el hecho de contar con media docena de vinilos de toda suerte y condición (desde Cannonball y Coltrane a Stan Getz, Sidney Bechet o el cuarteto de Mulligan-Baker) ponía ya al alcance de mis sentidos el oscuro y sensual objeto del deseo, este no se activó como espoleta de bomba retardada hasta que llevé con mis manos uno de ellos al giradiscos (picú, como antes se decía) y aquello comenzó a rugir, con toda su rotunda, extraña y desconcertante sonoridad, su vibración desbocada y misteriosa. De alguna manera, el proceso es similar al del enamoramiento: ¿qué nos hace sentirnos atraídos por otra persona, qué extraña conjunción de elementos? ¿Acaso necesitamos que nos hablen del amor para sentirlo en propia carne, para enamorarnos?
Entendía poco o casi nada de lo que aquella música transmitía a borbotones, pero algo tuve muy claro desde muy temprano: ya no quería, ni necesitaba, escuchar otra cosa. Al diablo con el folklore sudamericano, Andy Williams, Los Brincos o incluso Mozart y Beethoven. Yo quería aquel sonido lleno de intensidad que me agarraba de las tripas y, literalmente, me lanzaba hacia arriba con la fuerza de un Levantito desatado. Entender entendía lo que se dice muy poco, pero me sentía atrapado en aquella música como un pez dando vueltas en un acuario sin saber por qué. Tenía entonces unos trece años, edad perfecta para alimentar en toda su intensidad una bonita y creativa confusión mental: el pubertazo.
Huelga decir que, desde aquel mágico y singular momento, el jazz me ha venido acompañando día tras día, o más bien debo decir que yo le he seguido a él, teniendo que apretar el paso en más de una ocasión para no perderle de vista en el horizonte. Ahí ha estado siempre en los momentos decisivos, sin faltar a uno solo, operando de insustituible banda sonora a la historia de luces y sombras de nuestra vida. En un principio, la travesía fue casi en solitario; más tarde, compartida con otros transtornaos como yo para los que el jazz -ese misterioso bálsamo de Fierabrás de cuatro letras cuya fórmula, como la de la Coca Cola, tal vez nunca sepamos o queramos conocer del todo- es en buena medida razón y combustible básico de las ganas de vivir.
Claro que un día, husmeando en la señera y bien nutrida biblioteca familiar, me topé con un viejo libro propiedad de mi abuelo materno (de quien apenas conservo un lejano recuerdo, hombre de mundo e inquieto viajero como al parecer era) titulado significativamente Estética del Jazz, del maestro Néstor Ortiz Oderigo. Y entonces vuelve a asaltarme la duda: ¿no será todo esto, en definitiva, un episodio más en la misteriosa cadena de la transmisión genética? ¿Es mi pasión por el jazz un factor en suma no tan distinto a la forma de mi nariz o el color de mis ojos, en lo que a su condición original se refiere? ¿Soy una prueba más del jodido determinismo biológico? ¿Qué demonios pasa aquí?
Dejémoslo estar. Sea como fuere, aquel chispazo originario, una suerte de mini big bang que todos los jazzeros del mundo hemos sentido en el momento iniciático de nuestra pasión por esta música, está todavía ahí muy presente y, en buena medida, a pesar de los muchos años y de lo aprendido en el camino, continúa marcando el rumbo: es la emoción y el escalofrío de la vibración lo que aún persigo y, cuando se alinean bien los planetas, experimento el gozo insuperable de encontrar.