
Publiqué este texto en 1993, para la revista Cuadernos de Jazz. Parte de él recoge también otro escrito con ocasión de su visita al Bar Desafinado en Valladolid en la primavera de 1990.
Si no recuerdo mal, la última vez que charlé con George Adams fue en el otoño de 1991, coincidiendo con su presencia en la presentación madrileña del Epitaph, de Charles Mingus. Convencido de que el viejo George no dejaría de pasarse por el Café Central para regalarnos alguno de sus tórridos solos after hours, aterricé justo a tiempo de verle concluir uno de ellos. Sí, ahí estaba el león, algo más delgado de lo habitual, pero con la furia de siempre.
Recordamos los momentos vividos un año antes en Valladolid (en uno de los conciertos más sudorosos e intensos que recuerdo, en el antiguo Bar Desafinado) e hicimos votos para una nueva gira española (¿tal vez la próxima primavera?), esta vez con parada en el nuevo Café España. Fue una conversación breve pero cariñosa: lo que nunca pude imaginar es que sería la última.
Unos meses después (febrero del 92), coincidí en el mismo escenario con Santi Debriano (uno de los bajistas favoritos de Adams y habitual en sus últimas giras), quien me confirmó algunos rumores que circulaban por ahí de que George estaba mal. Tras un lacónico «Sí, le vi hace poco, tiene problemas», ante el que mi intuición me aconsejó no ahondar en pormenores, Santi me comentó los planes de Adams para una gira japonesa, así como otros proyectos personales. Fue entonces cuando pese a ello recuerdo que cruzó mi mente un desapacible presentimiento de que algo feo sucedía.
El capítulo final lo firmó una llamada telefónica de Eduardo, del Café Latino de Orense, anunciándome la noticia que nunca hubiera querido escuchar: maldita sea. Bueno, que remedio hay, la música sigue, los recuerdos quedan, y ahí están los discos… ¡uf!
Este es el desenlace de una historia que comenzó para mí a principios de los 80, la primera vez que la Asociación de Jazz de Valladolid trajo al festival de Jazz al cuarteto Adams-Pullen, en un concierto que aún recuerdo por su furiosa calidez y extraordinario nivel musical, amén de algunos momentos de tensión propiciados por el carácter un tanto imprevisible de Pullen. Por entonces el grupo se encontraba en su momento álgido, con un Adams desafiando con fiereza los límites físicos y creíbles de su saxofón y un Pullen simplemente explosivo; Cameron Brown aportaba la rotundidad y hondura de su sonido de contrabajo y Dannie Richmond… Dannie Richmond era Dannie Richmond.
Si aquella formación alcanzó con justicia la categoría correspondiente a una de las más interesantes y creativas del jazz contemporáneo, fue porque los discursos de sus dos líderes, lejos de acomodarse al consabido rol de solista/acompañante, convergían en un caudal único de energía, riqueza y ductilidad sonora. Con el tiempo (o mejor, al escuchar a George en otros contextos), descubrí hasta que punto la presencia de Pullen impulsaba el saxofonismo de Adams más allá de sus propios límites, y cómo se creaba entre ellos una empatía capaz de fundir todo un patio de butacas. Eran dos enormes improvisadores, capaces de liderar sus propios proyectos, estimulándose recíprocamente y sin descanso. (Tal vez Melodic Excurssions, para Timeless, un dúo que en muchos sentidos supone uno de sus trabajos más aventurados y completos, sea un buen ejemplo al respecto).
Unos años después, con el cuarteto ya disuelto (Pullen inició carrera discográfica como líder para Blue Note al frente de su trío, Richmond falleció y Adams creó un nuevo grupo con su viejo amigo y colaborador Hugh Lawson como pianista), George volvió a España con un flamante nuevo contrato -también para Blue Note- bajo el brazo, nuevo disco y unos planteamientos musicales algo distintos, dando cabida a un repertorio si se quiere más popular (si por tal se puede entender versionear As Time Goes By, Over The Rainbow, Bésame mucho, Bridge Over Troubled Water o The Star-Spangled Banner) y a una concepción menos desafiante, pero no por ello (y eso es lo que realmente bendecía su música) carente de ese calor, bravura y hondo feeling que siempre mantuvo.
Abarrotada para el concierto vallisoletano, la sala se convirtió tras casi tres horas de actuación en en una olla a presión poblada de alaridos, palmas y rostros felices, rendidos todos como estábamos al poderío de aquella música. Nunca olvidaré la imagen de dos ejecutivos de una conocida marca de whisky, a la sazón patrocinadora de parte del evento que, si con anterioridad al concierto se mostraban serios y embutidos en sus severos trajes y corbatas, cerca de las dos de la mañana, algo ebrios, despeinados y casi sin camisa, no podían creer todo aquello, llevados por el entusiasmo. Ellos nunca olvidarán ya a George Adams, y aquella misma noche daba gloria verle irse al hotel con los brazos llenos de camisetas, ceniceros, llaveros y demás objetos regalados por la marca en cuestión… Vendió todos sus Cd’s promocionales (algunos incluso a gente que carecía siquiera de equipo de música en que escucharlos), y raudo fue a comerse unos de sus emblemáticos bocadillos de ajos (sí, sí, has leído bien: bocadillo de ajos…)
El saxofonismo de George Adams se basaba en tres imágenes asociadas a otros tantos rasgos de su carácter: el Demonio, el Sexo y Dios; la trilogía mágica de la música negra. Sirvan de ejemplo sus grabaciones con Mingus: Devil Blues (un título al dedillo) nos lo muestra en toda la fogosa carnosidad de sus blues torrenciales (que cantaba con gran arte, a veces reminiscente de los viejos blues shouters como Joe Turner o de la suciedad casi punk de Howlin’ Wolf, con el que trabajó). Duke Ellington’s Sound Of Love, amén de su amor por el dorado clasicismo de los tenores de siempre, aporta su faceta sensual y tierna, cuando no abiertamente sexual (un elemento siempre presente en su música e incluso en sus movimientos en el escenario). Amante, además de la música de iglesia, su lectura de los espirituales era, como todo lo suyo, pasional y triunfante. Tal vez Sue’s Changes, con sus apasionantes cambios de atmósfera, constituya un resumen de todos estos rasgos: la turbulencia que se retuerce, crece y acaba estallando en mil partículas brillantes y mágicas.
En esencia, George Adams era un auténtico y genuino músico de blues, la tradición más viva y secular de las que vertieron su semilla en el fértil huerto del jazz. A la vez era un artista de su tiempo, consciente de representar un papel en la difusión de su música, y orgulloso de ello. Además, era un ser humano divertido, apacible y generoso. Aquella noche de mayo, próximos a la despedida, le comenté que en poco más de 24 horas habría de incorporarme al servicio militar; con una sonrisa, me dijo: «Amigo, trata de sacar partido de cualquier experiencia, aunque no sea buena». Y aquel consejo sabio no solo permitió al humilde recluta Mario Benso pasar un año un poco menos malo, sino que, se me ocurre, es una máxima válida para momentos como por ejemplo éste, en que lamentamos la desaparición de un amigo.
Feliz descanso, viejo león.