
Recupero aquí dos textos: una entrevista para Cuadernos de Jazz publicada en 1994 y un artículo para Último Cero de 2014.
Conversar con Charlie Haden resulta una tarea placentera. Al margen de los muchos rumores que a uno le han llegado de una teórica dificultad de carácter, la realidad es que aquella noche donostiarra -tras su última y memorable actuación en el Festival de San Sebastián al frente de la Liberation Music Orchestra- se mostró relajado y atento; incluso su aspecto físico no delata a un hombre que se acerca ya a los 60: parece como si en él viviera aún ese eterno niño grande que, pese a su fama de combativo, nunca ha dejado de ser el ávido degustador de sensaciones nuevas y estimulantes. Escucha con atención, reflexiona un instante y contesta con aplomo y seriedad, pero sus palabras nunca resultan rutinarias: muy al contrario expresan toda la convicción y enorme respeto que posee por el jazz, por su música, su Arte. Lo único que echo de menos en su imagen es aquella famosa guerrera desgastada que exhibió en buena parte de las fotos en que aparece durante las décadas pasadas y que ha sido sustituida, al menos este día, por un sobrio traje negro de lino algo yuppie.
Este es un estupendo año para Charlie Haden: su último trabajo con el Quartet West Always Say Goodbye ha sido elegido Disco del Año por la revista Down Beat, y el propio Haden quedó clasificado entre las principales personalidades jazzísticas de la temporada tras -como no- Wynton Marsalis. Y aunque no ha sido él nunca un hombre excesivamente dado a la presunción o al egocentrismo (muy al contrario, una humildad innata se deja traducir siempre en su música), parece como si se sintiera especialmente orgulloso de tanto reconocimiento y aplauso unánime a su trabajo. Pero, una vez más, su elegancia impide que la sonrisa satisfecha del niño grande surja al exterior más de lo debido. Haden ofreció en San Sebastián el último de los conciertos de esta nueva edición de la LMO o en Europa y sobre ello comenzamos a hablar con este músico cuya trayectoria profesional ha sido siempre un ejemplo de coherencia, inteligencia y amor por la música. Amor más allá de las fronteras.
– Si no me equivoco, este es vuestro último concierto dentro de la gira.
– Así es. Hemos dado diez en total: empezamos en París y seguimos en Montreux, Perugia, Noruega, Alemania, Pescara… Ayer tocamos en… (hace una pausa: parece no recordar donde había actuado apenas hacía 24 horas y ríe por ello) ¡Ah, sí! Fue en Francia, también. Todo ha ido muy bien en la gira: es una auténtica suerte poder contar con tantos buenos músicos en la orquesta.
– ¿Hay algún rasgo especial en esta orquesta que pudiera enfatizarse respecto a ediciones anteriores?
– Bueno, cada una es diferente porque los músicos cambian; no es lo mismo cuando tocan Dewey Redman, Joe Lovano, Tom Harrell o Don Cherry, son personalidades distintas que suponen direcciones diferentes.
– Y los músicos más jóvenes, como Javon Jackson, ¿cómo se integran en la filosofía de la orquesta? Alguno de ellos apenas había nacido cuándo se creó.
– Javon es el músico más joven de la orquesta, y ronda los treinta; no los hemos tenido más jóvenes si exceptuamos a gente como Joshua Redman o Nicholas Payton. Para ellos no ha sido difícil integrarse en la orquesta porque se trata de una formación conocida y todo el mundo tiene los discos.
– Creo que existe un gran balance estructural entre improvisación y composición, pero a la vez cada tema tiene un mood muy particular. ¿Lo establece el improvisador con su solo o es fruto de un esquema predeterminado en términos de desarrollo?
– La inspiración surge de la composición y los arreglos, así como el mood particular. A partir de ahí, la personalidad de cada solista puede llevar el tema por un determinado camino. Una de las cosas buenas de la orquesta es que todo resulta bastante espontáneo: si un músico está haciendo un solo y se siente inspirado, los demás podemos crear un background en torno a él como si en realidad se tratase de un arreglo predeterminado, de un modo similar a como lo hacía con frecuencia la orquesta de Duke Ellington.
– O sea, que los solistas son parte básica en el concepto de la orquesta en un nivel similar al de los arreglos.
– Sí, exacto.
– En cuanto al público, ¿existe alguna reacción especial cuando la orquesta actúa en países que tienen algo que ver con composiciones del repertorio, como en este caso España?
– Estoy seguro de que sí, primero porque cada público es diferente y reacciona de forma diversa ante la música de jazz en cada sitio. En España es algo muy distinto porque tocamos muchas canciones de la guerra civil que antes pertenecían al folclore popular, por lo que casi todo el mundo las conoce. Me siento muy feliz de tocarlas aquí, y la respuesta del público siempre es muy buena, aunque alguna vez nos hayan abucheado…
– ¿Es posible? ¿Aquí? ¿Dónde?
– Sí sí, creo que era gente de la vieja guardia, franquistas (ríe)… Sucedió durante dos conciertos, una vez en Barcelona y otra en Madrid, y en los 80.
– Pues parece que las cosas no cambian tanto como sería deseable, porque aunque la orquesta si no me equivoco se creó hace más de 25 años (1968), y el mundo ha cambiado desde entonces, hay muchas cosas que continúan igual o incluso peor… Cuando estaba escuchando la orquesta pensaba “bueno esta idea está aún vigente, tiene sentido”.
– Sí, porque todavía existen muchas cosas negativas y destructivas que debemos eliminar: la opresión, o problemas como los de Haití, la guerra en Bosnia Herzegovina o la horrible situación en Ruanda… Cuando contemplo todo esto, siento la determinación de hacer algo, no ya en términos musicales, sino de una manera más directa: escribiendo a nuestros representantes en el Congreso y pidiéndoles que tomen alguna iniciativa.
– ¿Ha tocado la orquesta alguna vez en lugares azotados por guerras fratricidas, como El Salvador? O incluso ¿existe algún plan para actuar en un lugar como Sarajevo, de la misma forma que han hecho otros artistas?
– Bueno, ya toqué en Yugoslavia antes de que todo esto sucediese… Yo lo que espero es que esta gente recobre la cordura, que seamos capaces de erradicar está violencia y brutalidad que existe en el mundo, y una de las responsabilidades que tenemos al respecto es la de tocar no música política, sino música bonita, porque tal vez esa belleza -y no quiero resultar idealista en exceso- puede ayudar a que la gente deje a un lado esa barbarie. Eso es lo único que yo como compositor y músico puedo aportar ante una situación que está fuera de mi control. (En una de esas tristes ironías del destino, prefiero no comentarle que durante el concierto, y a escasos 200 metros de la Plaza de la Trinidad, dos encapuchados de ETA han asesinado a un hombre en un café, poniendo triste confirmación al sentimiento que embarga este cronista de que la locura humana no tiene remedio). Mira no sé qué sucedería en un caso similar con los anteriores presidentes republicanos Bush y Reagan: probablemente nada; pero sé que Clinton se ha mostrado preocupado por esta situación y ha tratado de obrar con cautela, por lo que nos dice la prensa. Lo cierto es que me enfada muchísimo ver a gente disparando y matando a sus semejantes en nombre de consideraciones ideológicas, religiosas o étnicas.
– Los músicos americanos, ¿son conscientes de esto, no solo en términos de lo que sucede en el mundo sino también con respecto a su propia problemática humana y profesional? Porque un músico de jazz ha de librar una batalla día a día que no tiene fin.
– Bueno, los músicos en general sí que son sensibles a lo que es la vida, pero no demasiado a lo que sucede en el Mundo, probablemente porque como tú dices están más centrados en sus problemas cotidianos, ya que el jazz es un arte minoritario en América que llega a poca gente y no tiene el respeto y consideración que se les da a otras formas artísticas, de modo que los músicos que dedican toda su vida al jazz tienen que luchar mucho para conseguir que su música se escuche y para ganarse el respeto que merecen, y lo hacen porque creen en su música y no desean tocar otra.
– Me gustaría hablar también de otra faceta del Charlie Haden músico: la del Quartet West. Parece como si la orquesta constituyese un poco la faceta social y política, en lo musical y lo humano, mientras que el cuarteto reflejarse un mundo más privado, la nostalgia o el recuerdo de la infancia, de la pasión por el cine y las viejas melodías de Hollywood…
– Es cierto. Mira, yo crecí en un contexto, digamos, muy americano: en el Medio Oeste. Ponías la radio y escuchabas country, ibas al cine o al teatro a ver películas, aquellas películas estupendas de los 40, con todo lo que culturalmente representaban. Ya en el Instituto nos mudamos a Los Ángeles, donde estaba radicada toda la industria del cine, una industria que surgió en los Estados Unidos de un modo similar al jazz: fruto de la imaginación de unos pioneros sin precedentes anteriores. Y en torno a esta industria cinematográfica de Hollywood surgió toda una cultura; era la cultura de un país que había derrotado al fascismo y a los japoneses en la Segunda Guerra Mundial y que se sentía unido, con una economía floreciente. En el cine había muchos directores productores y compositores, gente como Max Steiner, Dimitri Tompkin o Víctor Young, que habían llegado escapando de la guerra. Hay un escritor que describe mejor que nadie aquel ambiente: Raymond Chandler.
– Sí, uno de mis favoritos.
– Y mío también. Todo esto me inspiró mucho en lo referente al Quartet West. Sabes, la música de los 40 era realmente bonita, era popular y vendía millones de discos. Gente como Duke Ellington, Fletcher Henderson, Sara Vaughan… y también estaban Frank Sinatra o Glenn Miller.
– Vamos cuando el jazz era realmente popular.
– Claro, así es.
– Precisamente ayer pudimos escuchar a Steve Coleman tocando junto a varios raperos una música que trata de recuperar el diálogo entre el jazz y la calle. Disfruté mucho viendo a la gente bailar, mover el cuello y pasárselo bien, recuperando una faceta algo olvidada de esta música. ¿No podría ser un buen camino a seguir en el futuro?
– Yo creo que hay músicos que tienen una visión preclara e introducen aires frescos e innovadores en la música, en su vocabulario y en su lenguaje. Esto pasa en todas las artes, y en el jazz siempre han existido músicos así: gente que toca más allá de las categorías existentes, más allá incluso de sí mismos, ya que se podría decir que llegan a arriesgar su vida en lo que tocan. Cuando tocas a ese nivel, cuando entregas a la música esa dedicación, estás más allá de cualquier categoría.
– Riesgo es una palabra que yo utilizo a menudo al hablar de músicos jóvenes, y que para mí tiene que ver con poseer una voz personal, algo que echo de menos hoy día entre ellos.
– Hay músicos jóvenes que a mí me han impresionado, pero yo creo que todo esto tiene mucho que ver con la determinación que tú tengas de aportar algo tuyo a una forma artística. Es por ejemplo el caso de Ornette cuando dice que hay que acercarse a la música como si no hubieras escuchado nada con anterioridad, como si fuera la primera vez y tuvieras el ánimo de crear algo que no existiese previamente, olvidándote de lo que han hecho otros.
– Yo tengo esa misma sensación… volviendo al cuarteto, ¿estás satisfecho con los resultados de los últimos discos tanto en el aspecto puramente musical como en el del éxito que han cosechado?
– Estoy muy contento de que a la gente le guste mi música, y de alguna manera tener un efecto positivo en sus vidas. Sabes, yo creo que a la gente lo que realmente le gustan son las cosas hermosas, el amor… ya hay demasiada violencia en el mundo. Es cómo recordar los tiempos de la niñez, las historias del abuelo y todo aquello.
– Claro, todo el mundo ha sido niño al menos una vez ¿no?
– Cierto (ríe).
– Finalmente, hay un aspecto de tu música que a mí me gusta en especial, y es el de los dúos: me gustan mucho todos y, sobre todo el de Carlos Paredes. Quisiera saber si hay alguno por el que tengas una predilección especial.
– Bueno, está el dúo con Ornette, que me encanta, el de Alice Coltrane…
– El de Hampton Hawes es maravilloso…
– Sí, sí es uno de mis favoritos. Precisamente tengo un proyecto para grabar a dúo, aún no sé cuándo, con Hank Jones, con un repertorio de spirituals.
– Vaya, eso es estupendo. Por cierto, ¿has pensado alguna vez en grabar a dúo con un músico de flamenco, porque creo que sería muy interesante?
– Me encantaría, de verdad. ¿Con quién crees que podría ser?
– Vaya, ahora se me ocurren un par de nombres de guitarristas con los que tal vez se podría intentar…
– Sería fantástico… ¿podrías ponerme en contacto con alguno?
La entrevista toca a su fin, entre otras cosas porque son las 3 de la madrugada y un paciente colega portugués aguarda a que el equipo de Cuadernos de Jazz termine su labor. Llega el intercambio de regalos: por nuestra parte, un disco de canciones de García Lorca interpretadas por Paco de Lucía; por la suya, el primer volumen de una serie de CDs que bajo el título de The Montreal Tapes recoge las grabaciones en directo realizadas en la ciudad canadiense en julio y agosto de 1989, en un homenaje que durante ocho días reunió a Haden con algunos de sus compañeros musicales más significativos. En este primer disco, Haden toca en trío con Don Cherry y el maravilloso batería Ed Blackwell un repertorio básicamente colemaniano, y puedo asegurar al lector que se trata de uno de los discos más hermosos que haya escuchado en mucho tiempo: música que fluye feliz, dinámica y llena de belleza, a cargo de tres músicos que -parafraseando al propio Haden- se hallan más allá de cualquier categoría.
Abandonamos el vestíbulo del hotel María Cristina para adentrarnos en la noche donostiarra, una hermosa noche de verano de esas en que el tiempo parece suspenderse. En torno a la ría surge una bruma de consistencia transparente pero firme, que se enrosca en las farolas del último puente y se nos acerca llena de calma y dulzura. Algo así como las notas graves y limpias del contrabajo de Charlie Haden.
Epílogo: 20 años después de esta entrevista, con ocasión del fallecimento de Charlie Haden en 2014, publiqué este artículo en el portal digital Último Cero.
Por desgracia, estamos tan habituados al goteo lento pero implacable de veteranos músicos de jazz que nos dejan, que uno acaba blindándose ante tanto infortunio intentando convencerse de que todas esas muertes, por dolorosas que nos resulten, no son sino un sencillo paso de una realidad a otra donde, en sana y jubilosa hermandad, los jazzeros del mundo viven ajenos al paso del tiempo y a cualquier circunstancia terrenal oprobiosa. Entonces uno se imagina a Buddy Bolden dándole consejos a Lee Morgan para llenar toda una bahía con los ecos de su trompeta, o a Duke aceptando de nuevo a Mingus en su orquesta a cambio de no hacer más el ganso, o a Miles y Bix Beiderbecke paseando por Davenport y contemplando los riverboats ir y venir, o a Monk y Jelly Roll Morton charlando a la puerta del Minton’s.
A este paraíso de reuniones tan gozosas como imaginarias acaba de llegar Charlie Haden con su contrabajo de cuerdas de tripa, su aire de eterno despistado y su voz algo cavernosa y tenue. Ha utilizado el tiempo justo para dejar su equipaje (por lo demás, unos pocos efectos personales), no ha necesitado pedir la silla para poner el ampli porque la silla ya estaba ahí, con las iniciales CH grabadas en el respaldo. Pops Foster se le ha acercado con gesto burlón, mascando un puro que nunca se consume y espetándole sin más:
– Hey, Charlie, bienvenido. ¿Sabes cómo hacer un buen slap con ese trasto? Pops te lo va a enseñar.
Coincidí -no en ese mundo, sino en éste, el que de tan real parece imaginario- con Charlie Haden las veces suficientes como para unir mi admiración por su música por el afecto a su persona. La primera fue en Vitoria, donde le condenaron a tocar en una pequeña sala de Caja de Ahorros junto a Gonzalo Rubalcaba, tal vez porque pensaban que el set no era suficientemente llamativo como para petar Mendizorroza. Charlie ya sufría de ese mal en los oídos que le obligaba a aislarse acústicamente de los baterías, bien mediante el uso de paneles transparentes o, como en este caso, pidiéndole a Horacio el Negro que se colocase al otro extremo del escenario, mientras él se acurrucaba como un arrapiezo asustado junto al piano de Gonzalo. Allí estaba yo con mi ejemplar de la Liberation Music Orchestra, el de la pancarta, el del peinado pop de Carla Bley y Don Cherry sentado con sus flautas, que le acerqué al finalizar para pedirle que me lo firmase.
– Thanks, man.
Fue lo primero que le oí decir, justo lo que yo deseaba decirle a él. Pero se me adelantó. Volvería a verle en Vitoria, esta vez con Pat Metheny y Billy Higgins, en un concierto que Ebbe Traberg y yo disfrutamos como niños jugando a la pelota en el campo.
No mucho después, una nueva edición de la LMO se pasó por Donosti para ofrecer un estupendo concierto en la Trini. Por entonces yo escribía en Cuadernos de Jazz y entrevistar a Charlie se nos antojó como una tarea inexcusable. Nos encontramos en un elegante salón del María Cristina, cerca de un piano que os juro movía su gran cola con alegría de ver a un músico tan bueno cerca. Me habían dicho que Haden, según le diera, podía gastarse muy malas pulgas o resultar algo rarito, pero cuando menos aquella noche, y a pesar del cansancio del concierto recién concluido, estuvo encantador y la pretendida entrevista se convirtió más bien en un vis-a-vis en que música, política, literatura y demás lindezas se entretejieron sin solución de continuidad durante un buen rato. Descubrí entonces al tipo que habitaba aquel armazón humano de una sorprendente y frágil fortaleza, al Charlie ilustrado marcado por el ramalazo intelectual de la progresía yankee, el degustador de viajes musicales, el amante de la vida. Hablamos de Ornette, de Carla, de Carlos Paredes, de los cachorros de la ultraderecha. Hablamos de flamenco, y me rogó encarecidamente que le buscara un guitarrista con duende para montar un proyecto a dúo. Pensé en Pepe Habichuela, a quien entonces ignoraba cómo localizar. Cuando finalmente, tiempo después, el Tío Pepe y yo coincidimos, Dave Holland ya se me había adelantado…
Nuevo encuentro: Salamanca, festival de las Artes, creo que 2005. Otra vez Gonzalo, otra vez aquel sonido rotundo, hermoso y primario de contrabajo, aquellas historias que se deslizaban a torrentes desde las cuerdas, aquel balanceo a uno y otro lado a modo de danza espontánea y ritual.
Y el más emotivo de todos: Bilbao, festival de Getxo. Me encargo de hacer de intérprete en una rueda de prensa donde, quieran o no los periodistas, sale a la luz toda su vida. Charlie está poco menos que eufórico esa mañana, y comenta lo hermoso del día soleado y el paisaje ajardinado que se divisa a través de la balconada del salón del hotel. De nuevo la entrevista acaba convirtiéndose en un intercambio de experiencias. Escuchar a Charlie hablar era como oírle tocar: siempre al borde de cada palabra, de cada nota, redonda y grande como un queso.
Desde entonces, las noticias alarmantes sobre su estado de salud salpicaban el parabrisas del día a día del jazz con demasiada frecuencia. Algunas fotos lo mostraban demacrado y triste, otras sorprendentemente rejuvenecido y afable. Un contraste habitual en Charlie, el tipo con aspecto de empollón que se ocultaba bajo sus eternas gafas de sol para no dar demasiado la nota en las sesiones de fotos con Ornette, Don Cherry y Billy Higgins, afroamericanos de adarga en ristre y galgo corredor. Todos sabíamos que algún día, tal vez a no mucho tardar, aquellas noticias serían aún más dolorosas, y que Charlie dejaría este mundo de locos para ingresar definitivamente en la nómina de la orquesta de jazz del limbo. Pensábamos que podía ser así, pensábamos que no iba a ser nunca.
Armado con el solo artificio de su arco, Charlie Haden se abraza con ternura a su contrabajo, ese apéndice gruñón de su tórax, e imita el sonido misterioso y dulce de las ballenas. Y entonces se obra el milagro y ya no pensamos más ni en música, ni en notas, ni en sesiones de grabación ni en zarandajas. Sólo estamos él, un humilde servidor, y las ballenas.
– Gracias, tío.
Julio, 2014