
Publicado en el fanzine Jazz Gazette en 2000, poco después de conocer la triste noticia del fallecimiento de Jeanne, un ser humano y artista de enorme belleza.
Hasta hace muy pocos días, un ejemplar de The Newest Sound Around, el disco que Jeanne Lee y Ran Blake grabaron a principios de los 60 y que pronto alcanzó la categoría de culto, reposaba liderando un montón de mis grabaciones favoritas en el suelo del salón. En la foto de la portada aparecía su rostro, como casi siempre sonriente y en un look –gafas y peinado– inequívocamente afro, setentero. Ahora que me llega la noticia de la muerte de Jeanne, me siento tan vacío que no puedo ni siquiera intentar poner ese disco. Duele mucho perder a una artista tan querida, como duele despedir a una mujer de enorme personalidad y talla intelectual con la que compartí momentos muy hermosos: aquellas noches en el Café España por el 95 ó 96, la tarde soleada en Ezcaray con su manager y amigo Don Hillegas y toda la gente del festival… Cualquier miembro de la familia del jazz que conociera a Jeanne puede relatar momentos imborrables como éste, porque estar a su lado era sentir, de golpe y plumazo, toda la pureza de un alma limpia. Así era también su música, porque –como siempre sucede con los grandes artistas-, con Jeanne se cumplía ese aforismo tan jazzero de que se toca o se canta lo que se vive, lo que se siente.
No era Jeanne Lee una cantante de jazz al uso. Alejada de ese cierto glamour que rodea a las divas del jazz y de las consiguientes poses no siempre digeribles por los espíritus discretos, ella prefirió dedicarse a transmitir el inmenso talento que tenía por caminos alejados del tópico, en la música y en la vida: colaboró intensamente con gente vinculada a la vanguardia, como Gunther Hampel (con quien inició en 1967 una larga y fructífera asociación), Anthony Braxton, Archie Shepp (¿hay alguien que no haya escuchado ese Blasé, grabado en Paris junto a otros destacados miembros del exilio del free jazz en Europa?), Marion Brown, Reggie Workman o el propio Ran Blake, con quien por cierto volvería a grabar en 1990. Su opción estética iba paralela a sus inquietudes como mujer e intelectual afroamericana: era habitual encontrar su nombre en lecturas de poesía, performances y actividades culturales arriesgadas y creativas, así como en actos vinculados a la vida colectiva de los de su raza en América. Una coherencia lúcida, nunca rebuscada, que Jeanne aderezaba con su carácter amable y abierto.
Como cantante, Lee escapaba también a lo convencional. Su voz era –es, porque quienes la quisimos seguimos escuchándola en nuestro interior– una mezcla fascinante de poder y dulzura, de extrema sensibilidad y calor. Pocas cantantes han experimentado con tanto acierto las posibilidades del uso de la voz como un instrumento puro, que en su caso podía alcanzar texturas de una originalidad y riqueza expresiva difícilmente igualables. En este sentido, los grupos de Jeanne eran siempre formaciones en las que se huía deliberadamente del típico formato cantante solista-grupo de acompañamiento: le encantaba cantar con sus compañeros en un plano de igualdad, sugerir caminos y recoger ideas de los otros, dialogar en suma. Nunca quiso representar el papel de prima donna, y por ello tal vez no figuraba casi nunca en las listas de revistas especializadas o premios de no se qué, aunque los buenos aficionados sabían valorarla y para quien esto escribe, era sin duda y junto a Abbey Lincoln, mi cantante de jazz favorita viva
Por si fuera poco, Jeanne era una compositora notable, capaz de crear páginas bellísimas llenas de sensibilidad, que con frecuencia viajaban por parajes exóticos y sugerentes. Recuerdo que, con ocasión de aquella primera gira por España con el Milestones Trio, le comenté a Fabio Miano que, antes de centrar el repertorio en el recurso habitual a los standards, se fijase en los temas de Jeanne, pues estaba convencido de que encantarían al público. Así fue. Ella tenía la capacidad extraordinaria de hacer llegar su poesía musical a través de imágenes sonoras, enviándolas al corazón como un abrazo afectuoso que subraya el encuentro con un amigo.
El final de esta historia se escribió la noche del pasado 25 de octubre, cuando una dolorosa enfermedad que cogió a casi todos desprevenidos nos la llevó para siempre. Y me viene ahora a la memoria aquel momento mágico en que sonaba en el viejo España A Love Supreme, de John Coltrane, y Jeanne lo bailaba entre las mesas, y de los giros dulces de su cuerpo salía disparado un halo de belleza verdadera, tan real como ese dolor que ahora me atenaza y me impide resignarme a pensar que ya no está con nosotros, que sus dedos largos, negros y hermosos no volverán a posarse sobre mi hombro ni en el de nadie nunca más. Descansa en paz, y recibe todo nuestro respeto y nuestro amor.