
Escrito para el fanzine Jazz Gazette en 1999
Tengo que consultar de nuevo mi lista de conciertos a no perderme, y a ver si de una santa vez sustituyo el papelillo apresurado donde escribo a vuelapluma fecha, lugar y grupo por algo más decente: una agenda de esas tan estilosas con fotos de músicos de jazz, por ejemplo. Bueno, al final siempre me quedo con el jodío papelillo, que ocupa poco y, milagrosamente, nunca se pierde. Ahí aparece escrito: LESTER BOWIE, Gijón 15 de noviembre, Jovellanos. Ahí es nada: en mi pueblo, y ese día no curro. Me apresto a reservar billete y llamo a toda la peña jazzera de Xixón. Se promete una noche intensa, y con suerte compartiremos un buen Cohiba y un Ribera con Lester, Don Moye y el resto.
Pero unos días antes me llegan rumores de que Lester está mal, y peligra la gira. Al diablo, pienso, Lester es inmortal, será un resfriado. Pero al mismo tiempo no deja de venirme a la cabeza ahora hace un año, cuando me largué a Madrid a ver a su grupo de toda la vida, el Art Ensemble Of Chicago, y le noté cansado y algo triste cuando intercambiamos un brindis y me firmó un ejemplar de su último disco. Luego leí por ahí que pensaba retirarse al cumplir los 60, y por entonces me pareció poco menos que una broma. ¿Lester fuera de los escenarios? ¿retirado? ¿El incorregible bromista de la bata blanca y la trompeta voladora, el Groucho Marx de los vanguardistas de la AACM? ¡Amos, anda!
La mañana amaneció hermosa, sin niebla y con ese tímido sol de otoño tardío que tanto me gusta. Salgo corriendo para el Café España, y antes de disponerme a preparar el próximo concierto decido comerme un cruasán y un cafelito, que yo si no desayuno no soy ni cosa. Cojo el periódico y lo abro al azar, que casi siempre suele ser por Cultura y Espectáculos. No puedo creerlo, pero ahí lo dice bien claro: “Fallece el trompetista Lester Bowie”. No leo más: me cago en ese que tú piensas y durante largos minutos no puedo ni reaccionar, hasta que se asoma una lágrima –igual que la que ahora amenaza con saltar sobre el teclado– y pienso que no es posible, no es justo, no me da la gana. Lester ha muerto, y el día se me derrumba como un edificio de esos viejos en la tele, que le meten petardos por todas partes.
Llamo corriendo al manager de la gira española y me confirma que los conciertos siguen adelante pese a todo, y que el hermano de Lester, el trombonista Joseph Bowie, liderará la formación en sustitución del insustituible. El corazón me late fuerte cuando decido pasar por mi fotocopiadora habitual y hacerme una camiseta con la foto de Lester y el lema “Lester Lives!-Great Black Music, Ancient to the Future”. A los pocos días se celebra el funeral en Nueva York, al que asiste un gran número de músicos, familiares y amigos de Lester y cuyo programa (es normal que en los servicios funerarios de los músicos de jazz se actúe en memoria del compañero desaparecido) consigo gracias a la gentileza de Jordi Suñol. Me cuentan que le han enterrado con guantes blancos y su trompeta, la misma que dio fulgor con destellos magníficos a algunas de las páginas más creativas del jazz contemporáneo.
Subo al tren como impulsado por un resorte, y tras casi cuatro horas –apenas reparo, como otras veces, en la belleza salvaje de los Picos de Europa, o en mi querido paisaje asturiano de la Cuenca y los valles sidreros– de traqueteo y murga de ancianitos del IMSERSO (sí, ya sé que algún día yo también seré viejo…) llego a la ciudad donde nací, y que por esos juegos del destino hoy sirve de despedida a alguien tan querido por mí. Como casi siempre, el cielo se pinta de gris como mi estado de ánimo, pero no llueve. Mi tía me recibe con unos garbanzos con arroz simplemente marca de la casa, y tras una breve siesta y un puñado de llamadas salgo para el teatro, camiseta en pecho y pulso acelerado.
Parada previa en el hotel, donde me abrazo con Famoudou Don Moye (percusionista compañero de Lester en el Art Ensemble y en buena parte de sus proyectos musicales) y charlamos un rato sobre el triste final: un cáncer hepático detectado muy tarde acabó con mi héroe, que se sintió mal tras un último concierto en Londres y tuvo que ser urgentemente trasladado a Nueva York, donde murió. Salimos para la sala algo cabizbajos pero sin dejar de lado alguna que otra broma, como en una imaginaria vuelta a casa tras un funeral en Nueva Orleans. La banda parece en forma, y con verdaderas ganas de tocar. Me envían con un taxi a buscar una “prenda” (sin más detalles) que se ha quedado en el autobús de la gira, y resulta que es la legendaria bata blanca de Lester, la que siempre llevaba en sus conciertos a guisa de doctor afrocúbico; y heme ahí en el taxi con la bata de Lester, excitado como un niño, alisándole los pliegues. Dios, ¿no hay nadie por ahí con una cámara? Bueno, pues lo retrato con el alma, que el revelao es gratis.
Joseph se enfunda la prenda y me saluda con cariño al ver mi camiseta.
– Yeah, man, Lester lives! Thank You very much, man.
Y ahí sale la Brass Fantasy (el proyecto más exitoso de Lester: un grupo compuesto exclusivamente por metales y percusión) como un Victorino desbocado, resbalando del rag al rap, del espiritual a Evita con un feeling y una contundencia emocionantes, dejando para la posteridad un concierto espléndido, de esos que se recuerdan siempre. Hay tiempo aún para cenarse unas cositas y enterarse aliviado por Don Moye de que no, que el Art Ensemble no va a disolverse, que él mismo, Malachi Favors y Roscoe Mitchell piensan seguir adelante pase lo que pase.
Y lo que pasa es que Lester Bowie se nos ha ido, y con él buena parte de la diversión y de la inteligencia que en el jazz actual existía. Aún sigo sin creer, más de un mes después de su muerte, que no volveré a verle sonreír sobre un escenario, o dirigirse con paso danzarín al restaurante a tratarse requetebién, o disfrutarle escuchándole dar caña a esos “androides” del jazz que sólo saben copiar y copiar lo que otros ya han hecho, dando una patada en el culo a la tradición que dicen respetar.
Y menos me lo podía creer aún cuando pongo el pie en el estribo del tren que me lleva de vuelta a Pucela, y vuelven a sucederse prados, montañas y valles hasta que termino con mis huesos junto al CD éste portátil que ya no pasa del corte 12 el cabrón de él y hago que suene, triunfante, aquel Great Pretender con Fontella Bass, David Peaston y Hamiet Bluiett que he escuchado un montón de veces pero que esta noche suena con tanta vida como si lo hiciese por primera vez: orgulloso, dislocado, sorprendente.
Una manchita de Café me ha arruinado un poco la camiseta, o tal vez sean rastros de dolor. En fin, tampoco quiero ponerme muy sentimental aunque hayamos perdido a Lester y maldita la gracia que me hace, compañeros.