
Escrito entre 1991 y 93, y publicado en Cuadernos De Jazz, este artículo fue el resultado de varias conversaciones y encuentros con Malik Yaqub, fundamentalmente con ocasión de sus visitas al Café España. Para mí, Malik es un ejemplo claro de músico para el que la expresión personal es lo más importante en el jazz, al margen de consideraciones estilísticas, patrones preestablecidos o prejuicios varios. Muchas veces incomprendido, otras poco dispuesto o capaz de hacerse entender, Malik vivió sin embargo una época de cierta popularidad en nuestro circuito de clubes que le granjeó un buen número de fans que aún recuerdan sus conciertos. A menudo podías encontrártele tocando el saxo en bocas de metro de Madrid, ciudad en la que fue homenajeado poco antes de su muerte, en la Sala Clamores.
La primera vez que escuché a Malik Yaqub fue en el añorado Café El Corrillo de Salamanca, uno de los pocos lugares que, como el Café Populart de Madrid, creyó en él desde el principio. Recuerdo la imagen de un tipo negro y alto de pintoresca indumentaria (tocada por una castiza boina) con una extraña sonrisa, entre tímida e infantil, llevándose el saxo a la boca y soplando unos solos de mil demonios que en un primer momento no entendí, y luego fui descifrando con la invalorable ayuda de varios combinados y una buena dosis de fantasía. No he relatado, sin duda, un episodio inusual entre los admiradores de Malik; todos hemos sentido, en un primer momento, esa incómoda mezcla entre desconcierto, incredulidad y fascinación que delata los muy escasos encuentros con lo verdaderamente genuino. Y es que tal vez sea que uno está acostumbrado a encontrarse con tipos de este calado en libros, revistas o películas -y ahí, siempre con la reconfortante certeza un talento excepcional reconocido e indiscutible por todos con anticipación- pero nunca así, de golpe y porrazo, ante tus propias narices. ¿Cómo es posible que este fulano, que ni siquiera aparece en las enciclopedias ni habita en el Olimpo sagrado y seguro de los grandes héroes del pasado ,propine semejantes tortazos a mi apatía autosuficiente de veterano aficionado al jazz, aspirante al ridículo título de «ya he escuchado de todo»?. Y aunque tal vez en aquel instante no fui del todo consciente de quién estaba ante mí en términos musicales, sí tengo claro que aquella fue una de las pocas noches en que un músico me hizo recuperar por unas horas el interés naif por oir música, por disfrutar con algo nuevo y distinto entre tanta rutina. Así es y actúa Malik Yaqub, dueño del más dulce de los delirios.
Las actitudes personales ante Malik Yaqub pueden resumirse en tres grandes categorías:
a) Los que, simplemente, le ignoran o desprecian, con argumentos del tipo «es muy raro», «no sabe tocar», «corta el solo a mitad del tema» o «pasa olímpicamente de los acordes». No estaría de más señalar que, sin que ello se convierta en factor directo o exclusivo causante de esta actitud, en este grupo -y en concreto entre los que esgrimen las dos primeras categorías de reproches- se halla un significativo contingente de analfabetos musicales (especie fácilmente reconocible porque, como es sabido, sólo opina de aquellos temas que desconoce).
b) Aquéllos que, aún concediendo lo peculiar de su estilo, adoptan una actitud de ¿prudente? distancia expresada en argumentos del tipo «¿Malik? Ah, sí, sí» o «Ah, el viejo Malik». Por regla general, esta línea de actuación responde a dos razones: unos no saben muy bien si lo que se ofrece ante ellos es genial o una simple tomadura de pelo, pero temen cargar los adjetivos en uno u otro sentido por si el futuro les pone en entredicho (acertaste: son los mismos que le alabarán sin reservas si algún día se reconoce su mérito y escribirán largos y sesudos panegíricos sobre él); otros le respetan pero no comparten sus ideas por motivos estéticos o técnicos (y en este sentido, sobre gustos…)
c) Quienes, como este humilde cronista, constituyen un irreductible grupo de seguidores cuyo discurso se llena a menudo de adjetivos próximos al campo semántico cubierto por la palabra maestro. Ahí se incluyen unos pocos críticos y buena parte de los músicos que han tenido el privilegio de tocar con Malik en estos últimos años y que, en definitiva, son los que mayores y más objetivos argumentos poseen -derivados de su propia y directa experiencia- para hablar de él.
Cualquiera que haya escuchado una sola vez a Malik Yaqub se sentirá incluido en una de estas tres categorías, lo cual pone por añadidura de manifiesto que la indiferencia, como actitud metafísica ante su talento, no es concebible. A Malik se le ama o se le ignora, se le respeta o se le abomina, pero ante él no caben expresiones del tipo «es un buen discípulo de Sonny Rollins» o «me recuerda a Fulanito». Como sólo un puñado de privilegiados puede hacer, Malik actúa sobre nuestro inconsciente y lo agita, lo sacude como a un muñeco pelele, y ante tal acometida de lo desconocido no nos queda otro remedio que reaccionar: salir corriendo o abrir nuestros oídos incrédulos y escuchar, escuchar. Eso es lo que yo hice aquella fría noche de invierno, y ten por seguro que jamás me he arrepentido.
No quiere esto decir que Malik, como ser humano que es, esté libre de pecado. En no pocas ocasiones hemos sentido la impresión, tras presenciar uno de sus conciertos, de que no hemos terminado de ver al auténtico Malik Yaqub, a todo el gran músico que lleva dentro. Tal vez ello se deba a que no siempre le han acompañado en nuestro país músicos de su talento o, simplemente, capaces de responder a su discurso. Lo cierto es que tocar con Malik no es nada sencillo, y a menudo plantea dificultades de muy compleja resolución: «Tocar con él es una experiencia extraordinaria -señala Jimmy Castro, uno de los músicos habituales entre su círculo de fieles- porque tienes que estar constantemente atento a lo que hace, y aún así muchas veces te pierdes.» «Nunca en mi vida había tocado tan rápido como con él -afirma Chema Saiz- es algo alucinante». En ocasiones, la misteriosa lógica de sus solos -esa misma que le hace perder su mirada en un punto lejano del horizonte, como contemplando un paraíso musical que sólo existe en su mente, en su ilimitada imaginación- le lleva por caminos que nadie a su alrededor es capaz de descubrir, por lo que el engranaje colectivo de sus grupos se resiente o, simplemente se diluye; es una sensación parecida a la que uno siente al escuchar aquellas primeras y viejas grabaciones de Albert Ayler rodeado de músicos europeos muy competentes pero desconcertados ante un talento heterodoxo y nada convencional. Y, finalmente, sus solos no están a veces privados de inconsistencias. No, la música de Malik Yaqub no está exenta de problemas, pero ¿acaso hay alguna que lo esté? Lo relevante en Malik es que lo fascinante de su personalidad musical nos hace olvidarnos de los aspectos técnicos y centrarnos en el poder emocional de su música. Puede haber centenares de saxofonistas que toquen mejor que Malik Yaqub, pero ninguno toca como él. Esa es la clave del talento raro e inusual, del maestro en suma.
Charlar con Malik y hacerlo de forma desinhibida y profunda es una tarea tan fascinante como agotadora. Su castellano es como su música: posee una lógica altamente personal. Por eso entre vaso y vaso de mosto (su bebida emblemática), recurrimos con frecuencia al inglés para ir hilvanando, poco a poco, el fino hilo de la memoria. Una memoria que dice que Malik Yaqub (Mack Spears antes de cambiar la Cruz por la Media Luna) nació en Kansas City en 1935, «a cinco bloques de la casa de Charlie Parker», como siempre le ha gustado recordar. Los buenos aficionados saben ya lo que debía significar el ambiente jazzístico de Kansas por aquellos tiempos: excelentes orquestas disparándose en simples arreglos llenos de swing, cortantes riffs y arrasador poder bailable. En una de ellas, la de Jay McShann, comenzó precisamente Bird Parker a labrar su leyenda. Con tan sólo cinco años, Malik inició sus estudios de piano en una fase de aprendizaje que duraría hasta que, cumplidos los once, una nueva pasión sustituyó a la de la música: el fútbol americano. «Decidí que lo que quería era ser futbolista, así que le dije a mi padre: ¡No más música!». Poseedor de un físico envidiable aún hoy para alguien que ronda los sesenta, Yaqub se aplicó al golpe y patadón durante tres años. Pero, de alguna manera, la llama de la música ya había prendido en él y sólo faltaba que las circunstancias apropiadas, y el tiempo, operaran su efecto irresistible. Con catorce años, Malik escucha en Kansas City a Lester Young y Charlie Parker y aquello, como sucedió a otros muchos, cambió su vida: «Me dí cuenta en seguida que aquello era lo que quería hacer, tocar esa música, el be bop; de modo que volví a hablar con mi padre y le dije: basta de fútbol, quiero un saxofón, quiero ser músico». En vez de mandarle a la porra (algo que no pocos hubieran hecho), sus padres le matricularon en los cursos de saxofón del Instituto, iniciándose también en la flauta y el clarinete. En aquel centro, recuerda, estudió también el que más tarde, en los 60, sería trompetista entre otros del grupo de Horace Silver, Carmell Jones, contemporáneo suyo. «Debuté como músico profesional a los quince años, en un grupo de blues. Tocábamos en un club de Kansas que se llamaba el Pink Elephant».
Un año más tarde, en 1951, obtiene su primer contrato jazzístico con su propia banda, un cuarteto. Meses después el grupo se convierte en sexteto con la incorporación de Jones y el saxofonista Nathan Davis, también nativo de Kansas. Con ellos estaba también John Jan Yaqub, hermano de Malik. Mientras tanto, nuestro hombre había alcanzado la edad universitaria, y en la Kansas City University cursó Educación Musical durante dos años. «Aquellos tiempos eran extraordinarios en Kansas -recuerda-. Miles Davis vino a tocar una vez, y podías escuchar a grandes músicos: Leo Parker, Gene Ammons y Sonny Stitt, Buddy De Franco, las big bands (Bennie Moten, Count Basie, Jay Mc Shann). Había saxofonistas fantásticos, como Charlie Parker y uno que se llamaba John Jackson, los dos altistas. Luego había gente de Kansas que eran muy buenos y de los que hoy nadie habla, como los hermanos Dennis, Sonny Kenner o Larry Cummings». Uno piensa instintivamente en todos esos héroes anónimos que, víctimas del olvido, la incomprensión, la mala suerte o sí mismos, no llegaron a aparecer en las entradas de las enciclopedias o en las sesudas reseñas de afamados críticos. A su manera Malik es uno de esos olvidados, aunque él ha tenido la suerte de sobrevivir para la música.
En 1955 Malik da por finalizada una primera etapa de su vida, dejando Kansas City para trasladarse primero a San Francisco. Pero él nunca olvidará los felices tiempos vividos en su tierra chica, y aún hoy un brillo especial le acomete la mirada cada vez que, con sus característicos pasitos, se dirige raudo hacia el micrófono para atacar su emblemático Kansas City Boogie Woogie. «Por entonces la escena musical de San Francisco era más amplia que la de Kansas. Allí conocí a gente como John Handy, Stanley Willis, Merril Hoover o el pianista Jimmy Bunn, que tocaba en el Bop City; todos eran grandes músicos». Una noche, actuando en el Open Door, John Coltrane (por entonces ya en el quinteto de Miles Davis) le escuchó tocar y acudió tras el concierto a saludarle junto a los demás miembros del grupo. «Trane me dijo que, hiciese lo que hiciese, tenía que tratar de seguir siempre mi propio estilo, una forma de expresión personal». Y aunque Malik se apresura a matizar que «yo ya tenía muy clara esa idea antes de aquella conversación», lo cierto es que la misma le ha acompañado siempre de forma fiel y casi obsesiva: huir de los parecidos, de las imitaciones, de lo que otros puedan hacer… no ser el Lady Q de nadie, recordando aquella divertida y curiosa historia entre Lester Young y Paul Quinichette.
En 1956 Malik viaja a Nueva York, una ciudad que le deparará intensas experiencias. Tiene sólo 21 años, una edad ya madura para un músico en aquellos tiempos, pero aún temprana para cualquier mozuelo perdido en la Gran Manzana. «Cuando llegué a New York me integré rápidamente en el mundillo de los músicos de por allí. Iba por las noches a un montón de jam sessions para tocar con gente como Bud Powell, Idrees Sulieman, Duke Jordan, Cecil Payne, Donald Byrd, Doug Watkins… era excitante. El problema es que muchos de entre los músicos eran adictos a las drogas, era un ambiente muy peligroso.» Pero no sólo el pulso salvaje de la vida se halla entre sus descubrimientos de la época: la religión musulmana, que pronto pasará a desempeñar un papel central en su existencia, le llegará de la mano de uno de los pioneros del activismo político-religioso negro de los años 60: Elijah Muhammad, patriarca de la Nación del Islam, cuyo joven lugarteniente tomaría el hoy celebérrimo seudónimo de Malcom X.
«En 1960 me marché a Chicago y empecé a vivir con una chica. Allí conocí a Jack De Johnette, que ya por entonces tocaba también muy bien el piano y es mi tercer pianista favorito en el escalafón, tras Herbie Hancock y George Cables. También conocí a Billy Eckstine, Boyd Raeburn, Ray Orr y a Dizzy». Poco después, llamado a cumplir el servicio militar, Malik se convierte en lo que hoy llamaríamos un objetor insumiso. Por negarse a colaborar en el montaje de las máquinas de la muerte, recibe una sentencia de prisión que ha de cumplir en un penal de Minnesotta. Sería la primera de las experiencias duras de su vida, pero con el paso del tiempo Malik parece querer recordar solo los buenos momentos: «Había mucha gente famosa en aquel sitio, cumpliendo condenas por diferentes motivos; estaban músicos de los grupos de Gene Ammons, Sonny Stitt, Boyd Raeburn… formamos una banda de la que yo era el líder y arreglista. La gente nos escuchaba desde la calle, pero no podían entrar a vernos», ríe.
Durante los años que dura su estancia en el penal (la condena le es condonada en 1963 por buen comportamiento), Malik halla refugio, además de en la música, en la religión. «Conocí a un árabe en prisión que me enseñó a leer y escribir su lengua, y cuando salí de allí me examiné para obtener una beca de estudios en Egipto que concedía el Gobierno. Saqué sobresaliente y me la adjudicaron.» Antes de embarcarse para su adorada África -y cumplir así el sueño de muchos jóvenes músicos, artistas e intelectuales negros del momento, enfrascados en una incansable búsqueda de sus propias raíces como comunidad histórica- , Malik pasó un breve período de dos meses en Nueva York, tocando con Elmo Hope y Jackie Mc Lean. De nuevo en Chicago, colabora con Art Blakey. Pero ese mismo año se embarca para la tercera de sus grandes aventuras, la que le lleva a la antigua Tierra de los Faraones. En el camino, el primero de los contactos con nuestro país: una breve estancia en Barcelona, donde conoce a uno de los personajes legendarios de los viejos tiempos del jazz en España: Pony Poindexter. No es difícil de imaginar un dúo entre ambos: échate a temblar.
En Egipto, Malik no sólo se impregna de la cultura y lengua locales, sino que se convierte en protagonista y activo animador de la incipiente escena musical y jazzística del país: organiza y actúa junto a grupos locales, en conciertos y en televisión. El propio presidente Nasser le encarga la tarea de adiestrar a la orquesta del ejército y participa en tres películas. En 1967 parte al frente de una rítmica africana de gira por varios países de la zona (Sudan, Líbano, Israel y Etiopía, donde el mismísimo rey de reyes Haile Selassie le nombra Rey del Jazz). En ese decisivo momento de su devenir musical, Malik ha incorporado a su estilo una considerable cantidad de elementos provenientes del sistema africano, principalmente las escalas etíopes. Cualquiera mínimamente iniciado en estos fascinantes campos reconocerá sin dificultad las huellas profundas e imborrables que esta época dejó en él. El viejo buscador de elefantes rosas anda ahora tras la estela de camellos carmesí, de antiguos pergaminos impregnados de arena y miel.
Finalizada la experiencia africana, Malik regresa a Estados Unidos, donde le esperan nuevos problemas con la justicia: en este caso, es condenado por tenencia y uso de estupefacientes. A él no le gusta recordar esta experiencia (aunque ya ningún problema penda sobre él en España, tras la amenaza de ser expulsado hace unos años por el simple delito de tocar en la calle sin permiso de trabajo) pero lo cierto es que su justificación es tan plausible como ingenua: «En mi religión, en muchas religiones y culturas, se utilizan sustancias naturales, flores y plantas, como estimulantes. Es algo tan natural como beber alcohol o comer cerdo para los occidentales, algo que los musulmanes no pueden hacer.» Y si antropológicamente no hay nada que reprochar a este emotivo alegato en favor de la tolerancia y el relativismo cultural, no figuran éstos últimos entre los vocablos más utilizados por la implacable justicia americana.
En 1975 Malik obtiene de nuevo la libertad y regresa a su Kansas City natal, donde escribe otra de sus composiciones, Jammin’ With Alí. Dos años más tarde, en San Francisco, organiza una pequeña compañía discográfica familiar, House of Yaqub. En 1980 se grabó Yaqub Speaks, una de las raras referencias discográficas existentes del arte del saxofonista y que tan solo unos pocos amigos tenemos el privilegio de poseer; música de extraña y dura intensidad, sólidamente basada en el blues y cortante e intrincada como los sinuosos perfiles del desierto. En él Malik toca también el piano, instrumento en el que posee un estilo imposible de describir, algo así como si Red Garland se hubiera marchado al Sahara, regresando convertido en Malik Yaqub…
En 1982 Malik se marchó de gira por Centroamérica (Costa Rica, Panamá, Colombia), tocando también con músicos locales. «Entonces murió mi madre y me volví a los Estados Unidos». Más tarde, estancias en Grecia (donde ya había tocado durante su época en Egipto) y, por vez primera, España. «Fue en 1984. Entonces toqué con Neobop, el grupo de Carlos González, y grabamos un Jazz Entre Amigos.» Sus compañeros le dedicaron la grabación de Malik O.K., apelativo que le ha acompañado no pocas veces desde entonces. «Como lugar para vivir prefiero Amsterdam, pero allí hace demasiado frío», señala con una de sus grandes sonrisas, reforzada con su característico ademán de timidez. Al año siguiente, 1985, regresa a Egipto, dejándonos nuevo testimonio discográfico en Blues Along The Nile, grabado como artista invitado de la Salah Ragab Cairo Jazz Band. Allí aparece una vez más en actitud sonriente con un llamativo chaquetón egipcio junto a una nueva versión (y este cronista jura haber conocido tantas como estrellas en el cielo del Islam) de su nombre: Malik Osman Karim Yaquob. Toma Ya. Anécdotas al margen, Yaqub resalta con orgullo que «fue aquella la primera vez en que sonó junto al Nilo un genuino blues». De ahí al 88 repartió su tiempo y su trabajo entre Grecia (donde actuó en varios festivales y clubes) y Holanda, donde intervino en el Heineken Jazz Festival. Fue entonces cuando aterrizó en España, con los rocambolescos inicios ya apuntados (sobre los cuales Javier de Cambra publicó en El País una magnífica crónica, que debería pasar a la historia de nuestro periodismo musical por su laconismo e ironía insuperables). El resto es historia bien conocida: sus presentaciones al frente de rítmicas locales, sus fugaces apariciones en conciertos y festivales de este país, su pequeña legión de seguidores, muchos de ellos atraídos no sólo por sus virtudes musicales sino por la aureola fascinante y encantadora que rodea su figura. Ni uno ni otro aspecto le garantizan la tranquilidad laboral y financiera, pero eso es algo de lo que muy pocos, incluso de entre los más grandes, puede vanagloriarse en este ingrato y duro mundo del jazz. En más de un lugar su figura se silencia mediante el boicot, por oscuras razones difíciles de conocer. Otros prefieren ignorarle o despacharle con promesas que nunca se cumplen. No importa: la gente, los aficionados -legos o no- le quieren y se enganchan sin reparos a su música. Lo auténtico está, como siempre, ahí, sobre los escenarios.
«No tengo ego, soy una persona normal. Creo que el jazz es algo espiritual, en lo que encontrarse a uno mismo es lo más importante. Bud, Miles, Tony Williams.. todos han sido grandes innovadores que nos han enseñado que no hay que volver atrás sino tocar tu propia música, descubrir tu propia personalidad. Con la ayuda de Allah, puedes conseguirlo.» En estas simples frases se resume toda la filosofía musical de Malik Yaqub; es por ello por lo que, si bien se expresa con admiración y orgullo cuando le pido su opinión sobre alguno de los grandes músicos de jazz del pasado, matiza que «todos ellos utilizan básicamente el sistéma armónico occidental, pero yo utilizo el derivado de la música etíope. Aún así, son grandes genios y me siento orgulloso de ellos». De todos modos, no puedo resistirme a la tentación de reproducir aquí algún sabroso comentario como el dedicado a Michael Brecker – «suena a veces como una gallina poniendo huevos»- o talentos como los de Sam Rivers («un gran tipo») o John Gilmore («un saxofonista importantísimo, de sonido único»). Y un último regalo, no desprovisto de cierto chauvinismo, para los amantes de las búsquedas imposibles o quienes se afanan por reescribir la historia cada cierto tiempo: «El Free no lo inició Ornette Coleman, sino gente de Kansas City como Mariam Boone o Merwyn Smith en los 40. Esa gente ya tocaba sin acordes, como haría luego el free jazz».
Cada encuentro con Malik deja siempre una curiosa y excitante sensación de que lo que sabemos de él quienes presumimos de haberle conocido con cierta profundidad es apenas el guión esquemático e incompleto de una historia aún por escribir. Su natural reserva y los muchos aconteceres de su intensa vida nos hacen intuir un buen puñado de secretos todavía enterrados, como los sarcófagos ocultos de los misteriosos faraones egipcios. Desde esa perspectiva estas líneas sólo pretenden oficiar de modesto rito iniciático hacia la personalidad de un artista creativo y sorprendente, un lujo para todos nosotros. A partir de ahí, sigue mi consejo: búscale y escúchale, porque conocerle es quererle. Bien vale la pena recordar que el jazz sigue siendo, por encima de todo, la música de la sorpresa.