
Inédito, escrito con ocasión de la visita y concierto de Abbey Lincoln a Santander.
El teléfono sonó unas cuantas veces. Eché un último vistazo al marmitako antes de acercarme al salón y levantar el auricular.
– Mario, soy Jordi; ¿Cómo estás?
– ¡Jordi! Bien ¿y tú?
– Todo bien. ¿Andas por Santander?
– Por aquí ando.
– A ver, necesitaba que me echaras una mano en julio.
– Dime.
– Abbey Lincoln. Tengo un bolo en el Palacio de Festivales. Sólo falta por confirmar el día exacto. ¿Cómo lo tienes?
– ¡Abbey! Bien, estaré de vacaciones.
– Sería estar con ella un par de días allí y hacer el concierto.
– Genial. Cuenta conmigo
No todos los días recibe uno una llamada como ésta, y menos en mitad de un marmitako cociendo a fuego lento y despidiendo un aroma embriagador. Era finales de los 90, cuando el promotor Jordi Suñol me contrató durante varias temporadas para realizar labores de road management de sus artistas. Conocedor de mi poca afición por los aviones, la mayoría de las giras que me encomendó fueron nacionales y terrestres. En Cantabria pude disfrutar cada temporada del placer de trabajar para gente como Kenny Barron, Mulgrew Miller, Fathead Newman, Shirley Scott, Ben Riley, Ray Brown o Diane Reeves, todos ellos excelentes músicos y grandes profesionales, gente de bien. Me parecía fantástico poder compartir unos días con ellos y, encima, cobrar generosamente por hacerlo. Tantas veces pensé en que no había dinero para pagar una oportunidad tan excitante…
En realidad, la historia había comenzado como un par de años antes, con ocasión de una visita de Abbey al festival de Vitoria. Ebbe Traberg y yo coincidimos aquel año después de haber compartido alguna velada inolvidable con Ran Blake en el Café España y en casa de Pedro Sarmiento, en Madrid. Abbey cantó maravillosamente esa noche, y no olvidaré las miradas de placer y admiración que Ebbe y yo intercambiamos durante el concierto cada vez que un ramalazo de alma descarnada nos llegaba desde lo alto del escenario, sacudiéndonos de arriba abajo. Tampoco se me va de la memoria el magnetismo de la mirada de aquella mujer bellísima agazapada bajo su sombrero de copa, el mismo que aparece en buena parte de sus fotografías más recientes. Irradiaba tanta fuerza, tanto orgullo, tanto feeling… Javier de Cambra me ha recordado después una imagen que empezaba a borrarse de mi memoria: un encuentro de camino al hotel donde nos alojábamos los acreditados al festival, cuando nos topamos con Abbey sentada en un jardín próximo a un quiosco de música. Dirigimos nuestra sonrisa y un saludo de afecto hacia donde ella estaba y Abbey, percatándose de que yo llevaba puesta una camiseta con la efigie de John Coltrane, hizo un gesto y un comentario complacido al respecto.
La intensidad de estos recuerdos, unida a mi gran aprecio por la carrera musical de Abbey Lincoln (para mí una de las pocas vocalistas que merece realmente el título de depositaria del legado de Billie Holiday), convirtieron el par de meses que quedaban para el concierto en un período de espera nerviosa y excitante. Una vez confirmada la fecha, me preparé a conciencia, revisando la hoja de ruta, el rider técnico y todos los detalles de alojamiento, prueba de sonido, etc. Llegó el día, soleado y acariciador: buen presagio…
Y ahí estaba Abbey en el vestíbulo del hotel, con su presencia carismática y su mirada profunda y conmovedoramente humana clavada en mí. Nos saludamos con cortesía y nos emplazamos para vernos en un rato en recepción y estudiar una cita de prensa con sesión de fotos para la mañana siguiente. Me encantó su voz, y aunque el paso del tiempo se dejaba notar en su rostro y sus movimientos, su belleza seguía inalterable: la misma que 40 años antes había cautivado a Max Roach, con quien compartió amor y proyectos musicales. Aprecio cansancio en sus palabras y, dado que para ese día no había más tela que cortar, abrevio y la permito subir a descansar. Nos citamos para desayunar. Camino de vuelta a casa, me imagino lo que puede ser todo un Breakfast With Mrs Lincoln…
A las 10 en punto llego al hotel y de inmediato aparece Abbey radiante y preparada para la entrevista y las fotos, pero antes nos dirigimos el restaurante a desayunar. Nos situamos junto a un gran ventanal con vistas impresionantes a la bahía de Santander, en otro día radiante y luminoso.
– Thanks for the flowers, Mario.
Dado que los promotores del concierto no habían considerado dejarle unas flores de bienvenida a Abbey en su habitación, me encargué del asunto para que llegaran de mi parte esa mañana. Ya no hay caballeros…
Una constante en mis relaciones con músicos de jazz es la de no agobiarles con expresiones del tipo “soy un gran admirador suyo” o “me encantaría que me hablara de aquel disco que hizo en 1961…”. De hecho, me gusta ser parco al principio y no dar ninguna impresión particularmente emocional ante el hecho de estar ante un artista admirado. Lo primero de todo es ganarte su confianza como profesional, que para eso estás ahí, y luego ya habrá tiempo para intimar, si se tercia. Mis comentarios no tienen que ver con la música. Noto su mirada clavada en una escena que tiene lugar en mitad de la bahía: un hilera de barcos de pesca se dirige hacia mar abierto, engalanados con guirnaldas y haciendo sonar sus sirenas. Le explico que es el día de la Virgen del Mar, patrona de los pescadores, cuya imagen viaja cada año en proa del primer barco como ceremonia de homenaje. Parece fascinada, y no le quita ojo a la escena. Me pregunta sobre la vida de los pescadores de la zona, y escucha con interés lo que le cuento. Tras unos instantes de silencio le muestro un ejemplar del programa del concierto que he recogido en el palacio esa misma mañana.
– Mira que bien. Según esta biografía, tu tienes ahora 35 años…
Ríe con ganas.
– Nos tenías engañados, Abbey, yo te echaba 30…
Cae el piropo como un terrón de azúcar, y tras degustar otras lindezas del texto de presentación nos dirigimos al vestíbulo y terraza del hotel, donde al poco rato aparece un reportero supuestamente avezado en temas jazzísticos y un fotógrafo. Ambos quedan impresionados por la presencia de Abbey. La sesión de fotos es rápida y feliz: ella se come literalmente la cámara y, de nuevo bajo el sombrero, posa con un punto de coquetería y una sonrisa irresistible. Luego pasamos a un salón donde nos disponemos para la entrevista. Oficio de intérprete, con Abbey dispuesta y contenta.
Claro que al poco la cosa empieza a enfriarse porque las preguntas del entendido son del todo menos entendidas, y en el rostro de la dama comienzan a aparecer ciertas señales de aburrimiento. Entonces, se desencadena la tempestad:
– Pregúntale, por favor, cuál es su opinion de que Billie Holiday decidiera grabar tantos discos en su vida para pagarse las drogas.
Noto que se me corta el flujo respiratorio de repente, en seco. Me acerco a él y le pregunto:
– Perdona, pero ¿estás seguro de querer hacerle esa pregunta?
– Sí, claro.
Tomo aire y traduzco. La expresión de Abbey se vuelva pétrea al instante. Se aproxima a mi oído y me espeta muy despacio:
– Dile a ese capullo que Billie Holiday nunca grabó un disco por dinero.
Lo cual cumplo con agrado y no menor sequedad. La entrevista se dirige así abruptamente a su final, y entre medias me vienen a la memoria otros episodios precedentes de periodistas seducidos por el tópico vomitivo del jazzman colgado arrastrándose por las calles vacías, la cárcel y tantas imágenes explotadas por el sensacionalismo. Puag!
El tipo se marcha feliz de la vida y yo dirijo a Abbey una mirada similar a la suya: pa matarle. Nos emplazamos para la prueba de sonido, y siento de nuevo el calor de su sonrisa. Paseo por la bahía: la hilera de barcos está ya en mar abierto, el sol aprieta fuerte en el mediodía.
Quien no conozca las entrañas del palacio de Festivales de Cantabria no se puede imaginar lo faraónico del espacio. Me siento como Blake y Mortimer por los pasadizos de la Gran Pirámide, perdido en las inmensidades de este contenedor diseñado por Rafael Moneo. Llego con la banda y saludo al técnico de sonido, un buen tipo que sabe hacer su trabajo. Compruebo que los camerinos están abiertos, iluminados y limpios mientras los músicos van montado sus telares. Abbey echa un vistazo por aquí y por allá, y mientras los demás van situándose en el escenario la invito a pasar a su camerino y esperar un rato hasta que todo estuviera dispuesto para ella. Camerino lujoso pero desnudo, sin una simple botella de agua. Abbey me pide, si es posible, un poco de brandy.
– Suelo beber un poco antes de cantar, me ayuda a soltar la voz.
– Ok. Voy a ver al encargado de sala.
Me tropiezo con el tipo en el escenario, donde supervisa el montaje de técnicos y músicos.
– Disculpa, necesitaría que me hicieras un favor. A la señora Lincoln le gustaría tomar una copa de brandy antes de salir a probar. ¿Es posible?
Sin inmutarse, contesta:
– No, aquí no se pone ningun tipo de catering, solo agua.
– No me he explicado bien. No estoy hablando de catering, decía que a la señora Lincoln le gustaría tomar un poco de brandy para calentar la voz antes de salir…
– Ya, pero te he dicho que nosotros no ponemos eso aquí.
No insisto y me bajo a la primera planta, donde por fortuna encuentro un trabajador disponiendo cámaras en la cafetería. Pido el brandy, que pago religiosamente de mi bolsillo y a buen precio. Este es uno de los momentos en los que me fastidia trabajar para otras personas, y por tanto estar obligado a no montar broncas de motu propio, ya que hubiera cogido a aquel tipo y le hubiera retorcido la nariz con placer. De nuevo en la zona de camerinos, le explico el affaire a Abbey y le señalo al tipo. Se ríe y me agradece el vaso con cariño. De hecho, es ella la que al final me tranquiliza a mí.
Presencié el concierto como a mí más me gusta, entre bastidores y en el lateral del escenario. La voz de Abbey me llegaba como dardos afilados. La intensidad y sentimiento de su música me resultaban sobrecogedores, a pesar de las carencias de voz provocadas por el paso del tiempo y una salud algo quejumbrosa. Pecatta minuta cuando se posee un feeling capaz de derribar cuarenta contenedores culturales como éste. Acaba el concierto y salgo raudo a ayudar a desmontar y de paso saludar a la peña jazzera de Santander, habitual de convocatorias similares. Escucho su resumen del concierto con cierta perplejidad.
– Sí, bien, pero ya no tiene voz, está mayor.
Me cuesta comprender como gente tan entendida parace más preocupada por las cualidades vocales que por la profunda emoción que Abbey fue capaz de desplegar sobre el escenario esa noche. Cada frase que cantó salió directamente de su corazón, y ante tal despliegue de sentimiento, ¿qué carajo importa que ya no cante con el volumen y la precisión de una venteañera? Con razón cada día me cargan más estos grupos de aficionados de pipa, jersey de pico y polo de lagartija…
De regreso al hotel, Abbey está cansada pero feliz, como sus músicos, gente joven muy amable y encantada por tener el privilegio de acompañar a una artista tan grande. Me despido de ella con un buen abrazo y agradezco sus palabras cariñosas hacia mi trabajo. A esas alturas ya sabía muy bien que, debajo de mi disfraz de rodie reservado se encontraba un enamorado del jazz y un admirador rendido de su persona. Nos miramos con calidez y afecto mutuos.
Nunca más he vuelto a coincidir con ella. Viví con inquietud los rumores sobre su salud que se confirmaron hace unos pocos años y que la situaban al borde de la muerte. Pero a la hora es escribir esto (abril de 2009), Abbey parece seguir con nosotros, a pesar de que su nombre ya no está en los circuitos de giras desde hace tiempo.
A los pocos días pasé por el hotel y me dí de bruces en el vestíbulo con un mundialmente famoso cantante de ópera español, rodeado de admiradores y recién llegado para su próxima cita en el palacio de Festivales. No me preocupé de comprobarlo, pero a buen seguro que a ése en su suite y su camerino le ponen hasta ostras si hace falta. Claro que todavía hay clases…