Don Cherry: el corazón

Foto: JACQUES BISCEGLIA

Este es uno de los textos publicados en su día en el fanzine Jazz Gazette, editado por el Café España de Valladolid

Corazón. Esa es una palabra que casi siempre asocio a Don Cherry y su música. El corazón es también el título de un maravilloso disco que él y Ed Blackwell grabaron para ECM y en el que se resumen muchas de las inquietudes e ideas que rondaron el alma y la mente del trompetista. Corazón latiendo a campana herida, sensibilidad desbordada y expresada en una forma de tocar y de estar en el mundo que sólo puede considerarse original.

Hoy día se habla mucho de fusiones, de mestizaje y otros conceptos a la moda. Se crean etiquetas como la de World Music, que valen para designar todo aquel folklore autóctono que se crea en el planeta. Nada que objetar, excepto el que el asunto no es tan nuevo como parece. Incluso se diría que un artista con pretensiones no puede permitirse el lujo de no darle un barniz étnico a lo que hace, para lo cual se supone que basta con invitar a unos amigos de no sé que país exótico a que metan aquí una derbouka, aquí un sitar, porque vivimos en la aldea global, y bla bla bla.

Estupendo. Pero Don Cherry ya hizo eso mucho antes que todos, y sin darse tanta publicidad. Lo hizo cuando desafiar el monopolio cultural de la música de raíz europea significaba poco menos que pasar por extravagante y raro. Y además lo hizo de la manera más difícil, pero también de la más auténtica: poniéndose el hatillo al hombro y viajando por el mundo para entender de verdad lo que en el mundo hay, consciente de que la fusión de las culturas pasa por un entendimiento recíproco mutuo, por un tú a tú, por una mezcolanza de las personas. Y por supuesto que lo hizo también estudiando en profundidad las técnicas y las tradiciones musicales que, como las asiáticas y africanas, se basan en el dominio de la espiritualidad y en la expresión del alma del artista.

Encuentro de almas gemelas

Don Cherry y Ornette Coleman se conocieron allá por 1956, y desde entonces, hasta que sus vidas y sus carreras viajaron por caminos diferentes, colaboraron como hermanos en la creación de un jazz nuevo cuya característica principal es que era libre, y era suyo. Cherry venía de Oklahoma y se había criado en Los Ángeles, donde coincidió con James Clay, Billy Higgins y Charlie Haden, el núcleo duro del círculo colemaniano. El jazz andaba por entonces pidiendo emociones fuertes, y Ornette y los suyos llegaron justo a tiempo con su jazz de juguete que resultó ser una bomba de efectos tan insospechados como saludables. La crítica comenzó a comparar a la pareja Cherry-Coleman con Parker y Gillespie, y aunque muchos –un buen número de músicos incluidos– les despreciaba (o, simplemente, no les entendía), el impacto de su música fue tal que ya nada volvería a ser como antes.

Cherry tocaba una trompeta o corneta pequeña, y su lirismo y originalidad a la hora de improvisar le otorgaron el respeto de incluso bastantes de los detractores de Ornette. Y aunque era el genio de Texas el constructor de los cimientos de aquella revolución, es difícil concebir los prodigios de los discos que ambos grabaron hasta 1961 sin la presencia de Cherry, del mismo modo que Dizzy sacaba brillo a las aristas más duras del bebop que Bird creaba a golpe de inspiración pura.

Por los caminos.

John Coltrane, Steve Lacy y Sonny Rollins fueron otros compañeros de viaje de Don Cherry cuando la asociación con Ornette tuvo su primer punto y seguido. Trane deseaba conocer de cerca el mundo colemaniano y por eso llamó a Don. Rollins acababa de salir de su retiro vestido con galas de renovación, con el propio Coltrane y Ornette como principales referencias. Por lo demás, el Free Jazz estaba hirviendo, y múltiples proyectos comenzaban a tomar forma. Uno de ellos fue el New York Contemporary Five en 1963, una formación en la que Cherry compartió escena con nombres significativos de la nueva música como Archie Shepp y John Tchicai. Un año después viajó por vez primera a Europa con Albert Ayler, regresando luego para crear un cuarteto con un saxofonista argentino que acababa de llegar a Estados Unidos y tocaba con la furia y el descaro de los negros, a lo que unía un feeling latino muy especial: Gato Barbieri. Complete Communion se llama un disco que grabaron juntos para Blue Note, y que el sello ha reeditado hace poco como queriendo reafirmar su carácter de pequeña obra maestra del jazz de los 60.

Pero la vida cada vez estaba más difícil en América. Al impulso imparable y revolucionario del Free Jazz no le correspondía una escena sólida, ni un público suficiente como para despertar el interés de discográficas y promotores. Músicos valiosísimos se ganaban la vida malamente tocando lo que fuera, y un número creciente de ellos optó por emigrar, con Europa como principal objetivo.

Cherry comenzó a visitar con mayor frecuencia el viejo continente, pero su inquietud por conocer le llevó también a África y Asia, donde comenzó a imbuirse de forma creciente de culturas musicales que hasta entonces habían permanecido prácticamente ocultas a los oídos de los occidentales menos avispados (una mayoría). Al mismo tiempo él y su mujer Moki (por cierto que sus hijos Eagle-Eye y Neneh han seguido los pasos artísticos de su padre dentro del pop-rock y el soul contemporáneo, respectivamente) decidieron instalarse en Suecia a comienzos de los 70. Allí comenzaron una vida marcada por la sencillez: vivían en una escuela, trabajaban en una granja y dedicaban buena parte de su tiempo a programas y conciertos destinados a los más pequeños. Fruto de su interés creciente por otras músicas, Don comenzó a tocar regularmente el doussn’gouni malinés, así como distintos tipos de flautas asiáticas.

Otros mundos, pero están en éste.

En 1973, Don y Moki se presentaron en el Central Park de Nueva York para dar un concierto en el que no faltaron pancartas multicolores, niños, percusiones múltiples y voces en un espectáculo poco habitual e inclasificable. Sus conciertos, salpicados entre largos períodos dedicados a enseñar música a los chavales, se convirtieron en un mural de aromas (incienso), tapices y elementos iconográficos relacionados con la música. Como todos los genuinos innovadores del jazz de los 60, Cherry seguía su propio camino sin importarle gran cosa las tendencias de moda o los parabienes de la sacrosanta crítica oficial. Cada vez resultaba más claro que su intención no era sólo dar vida a una música deudora de las más profundas tradiciones musicales del mundo, del Tibet a Brasil, sino convertirse él mismo en una especie de músico global, capaz de expresarse en un lenguaje único que trascendiera fronteras, formas de pensamiento, religiones y credos ideológicos. ¿no resulta familiar este tipo de reflexión, tan común a los músicos de hoy día? Pues…

Viejos y nuevos sueños.

A principios de los 70, un productor alemán llamado Manfred Eicher creó uno de los sellos más emblemáticos del jazz contemporáneo: ECM. Asociada a menudo a estéticas frías y de delicada pureza nórdica, la compañía ha mantenido no obstante a lo largo de toda su existencia una política de impulso a las músicas de raíz que encontró en gente como Don Cherry un exponente inmejorable dentro de los músicos que venían del territorio del jazz. Old And New Dreams se convirtió en uno de los grupos más representativos surgidos en la primera mitad de los 70, con Cherry compartiendo liderazgo y filosofía musical con Dewey Redman y sus viejos colegas Charlie Haden y Ed Blackwell. Composiciones propias y un buen racimo de originales de Ornette establecieron un perfil de repertorio que Don mantendría casi hasta su muerte, al mismo tiempo que significaban para el oyente purista americano algo parecido a un cierto retorno a estéticas que, pese a su decidido interés por culturas extra-norteamericanas, se acercaba más al jazz que experiencias anteriores.

Codona ha sido y es, para no pocos, el grupo que de forma más acabada y sincera planteó a finales de los 70 los cimientos de lo que hoy se conoce por World Music. Junto a Colin Walcott al sitar y la tabla y la extraordinaria y sensible percusión de Nana Vasconcelos, Cherry alumbró alguno de los momentos más hermosos de la música de las últimas décadas en varios discos sencillamente imprescindibles.

Madurez de un hombre bueno.

Los últimos años de la carrera musical de Don Cherry transcurrieron más en contacto con el circuito internacional del jazz. Giras y conciertos se sucedieron de forma regular, así como distintos proyectos discográficos y de grupo. Además de colaborar en muchas experiencias de ECM con gente de todas las procedencias y siempre en un plano de humildad, Don tuvo tiempo de darse un pequeño paseo por el boulevard de la nostalgia reuniéndose con ex-colemanianos (Art Deco, de 1988, es una bellísima muestra de cómo la música inspirada por Ornette no envejecerá nunca) e incluso el propio maestro (en uno de sus reencuentros, una memorable noche de fines de los 80 en Donosti, quien esto escribe tuvo el placer de verle tocar por vez primera y, por desgracia, única), amén de dejarnos joyas tan decisivas como Multi-Kulti (1988-90), que se revalorizan sin cesar con el paso del tiempo. Con Haden y Blackwell nos legó un estremecedor testimonio de sus años finales en un Montreal Tapes donde su trompeta dulce, trémula pero irresistiblemente humana suena como pocas veces, pese a crecientes problemas de embocadura que se hicieron cada vez más evidentes en los últimos años.

Don Cherry y su familia disfrutaban de una casita en Málaga, donde pasaban frecuentes temporadas. España era un lugar que le encantaba, y el flamenco y sus intérpretes un mundo que no le resultaba desconocido. Cuando la muerte le sorprendió, a muchos nos hubiera gustado poder habérnoslo encontrado en una taberna tomándose un manzanilla, o simplemente dando un paseo.

Porque la vida de Don Cherry fue básicamente la de un artista nómada que recorrió múltiples caminos para entender el mundo en que vivía, y al mismo tiempo que lo descubría nos lo hizo más claro a nosotros con su talento, su hondura y su humanidad.

Publicado por elcallejondeljazz

(Gijón, 1962) Comencé a interesarme por el jazz a los 13 años. En 1981 me uní a la Asociación de Amigos del Jazz de Valladolid, colaborando en las tareas organizativas del Festival internacional de Jazz y otras actividades como emisiones radiofónicas, charlas de divulgación, publicaciones... A finales de los 80 me incorporé al plantel de colaboradores de El Norte de Castilla como cronista de jazz, publicando regularmente artículos, reseñas y crónicas en el suplemento Artes y Letras, dirigido por Francisco Barrasa. En el otoño de 1990 entré a formar parte del equipo -primero como colaborador y más tarde como redactor- de la revista Cuadernos de Jazz, dirigida por Raúl Mao. A finales de los 90 escribí también para El Mundo -Diario de Valladolid y el bimensual Más Jazz, dirigido por Javier de Cambra. ​En febrero de 1991 me convertí en programador de conciertos del Café España de Valladolid, tarea que desempeñé hasta su cierre en 2009, participando en la realización de más de un millar de conciertos durante el período. ​En 1994 me incorporé al jurado del Concurso de grupos del Festival Internacional de Jazz de Getxo, tarea que he venido desarrollando hasta la fecha. He participado también en la organización de varios ciclos y eventos jazzísticos, como los festivales de Burgos, Palencia, Ezcaray, FACYL de Salamanca, el festival Ahora de músicas creativas de Palencia, el ciclo Son del Mundo de Caja de Burgos o la Red Café Música de Castilla y León. ​Entre 1996 y 99 trabajé como road manager para la agencia Jazz Productions de Barcelona, participando en giras con, entre otros artistas, Johnny Griffin, Kenny Barron, Abbey Lincoln, Phil Woods, Mulgrew Miller, Steve Lacy, Diane Reeves o Jesse Davis. ​Desde 2010 coordino la programación cultural del Café del Teatro Zorrilla de Valladolid, tarea que compaginé durante cinco años con la presentación del ciclo de conciertos Ondas de Jazz de Vitoria, dirigido por Joseba Cabezas. Soy cofundador de la asociación Cifujazz, destinada al mantenimiento del legado de Juan Claudio Cifuentes. Realizo también el podcast radiofónico Dial Jazz.