
El 8 de abril de 1938 moría en la pequeña localidad de Georgia, Savannah, uno de los pioneros del genuino sonido del jazz de Nueva Orleans. Pese a haber sido durante unos años toda una celebridad, Joe Oliver, apodado King, el rey, por sus compañeros, dejó este mundo de forma silenciosa y discreta, alejado de la música y tras desempeñar humildes trabajos ocasionales para poder sobrevivir. No había cumplido aún los 53 años, y cuando la enfermedad se lo llevó muy pocos recordaban ya a quien lo había sido casi todo. Así despareció para siempre, aunque finalmente su recuerdo, y su música, permanecen vivos tanto tiempo después.
Oliver era originario de la misma cuna del jazz, Nueva Orleans, y era poco más que un chaval cuando los sonidos de la nueva música comenzaron a inundar sus calles, barrios, parques y celebraciones. Su primer instrumento fue el trombón, pero a comienzos del nuevo siglo ya se había pasado a la corneta, con la que desarrolló un estilo altamente personal caracterizado por el uso maestro de las sordinas y los efectos vocales, conocidos como growl. Su destreza le hizo ganarse muy pronto una gran reputación, y los principales líderes del jazz de la ciudad, como Kid Ory, que fue quien le apodó como King, se lo disputaban.
En 1919, como otros muchos afroamericanos del Sur, Oliver puso rumbo a Chicago a la búsqueda de nuevos horizontes profesionales. Un par de años después ya se había hecho un hueco en el ambiente musical de la Ciudad del viento, y dirigía su propia Creole Band en los Lincoln Gardens. Mientras, en Nueva Orleans iba emergiendo una nueva generación de músicos que Oliver seguía de cerca: uno de ellos, Louis Armstrong, quince años más joven que él, se convirtió en su protegido, y no tardó en traérselo a Chicago para unirse al núcleo duro de su banda, compuesto por veteranos del jazz de la Crescent City como Honoré Dutrey, los hermanos Dodds o la pianista Lil Hardin, futura esposa de Armstrong.
La Creole Band de Oliver alcanzó en climax de su popularidad entre 1923 y 24, con una serie de grabaciones que se cuentan entre los testimonios más representativos de la primera era del jazz, con un front line de Oliver y Armstrong demoledor e irresistible. Por desgracia, la magia no duró mucho: el grupo se desmanteló muy poco después, y ambos líderes iniciarían una travesía con destinos muy diferentes: Armstrong, hacia la fama y la gloria, King Oliver, hacia la oscuridad y el olvido.
Oliver tuvo aún un par de minutos de popularidad al frente de los Dixie Syncopators, una banda para que reunió nuevamente a otros veteranos de los mejores días de Nueva Orleans, pero su música, frente al ritmo vertiginoso de los nuevos tiempos y rumbos del jazz, fue quedándose rápidamente anquilosada e irrelevante. Tampoco le ayudaron un puñado de malas decisiones, como la de rechazar un suculento contrato de residencia en el Cotton Club, además de las dolorosas consecuencias de sus malos hábitos alimenticios: su dentadura se deterioró casi tan rápido como su fama, dificultándole cada vez más tocar.
Aunque King Oliver realizara aún algunas grabaciones de cierta relevancia entre 1929 y 31, su tiempo definitivamente ya había pasado. Enfermo y derrotado, se retiró a ese oscuro rincón de Georgia donde aceptó cualquier trabajo que le ayudara a sobrevivir, desde vendedor ambulante de fruta a encargado de un salón de billar. Hacia 1935 tocar ya no le era posible, y tres años después, nos dejó para siempre víctima de un ataque al corazón o, como muy certeramente afirmó su discípulo Louis Armstrong, con un corazón roto.