
Es algo unánimemente aceptado en el mundo del jazz que la aportación de Duke Ellington a su desarrollo va más allá de lo estrictamente musical para adentrarse en todo un proceso de creación de una genuina cultura afroamericana, capaz de situarse al mismo nivel de relevancia que la proveniente de Occidente, traída a América por los conquistadores y colonos y predominante en una sociedad mayoritariamente liderada por blancos de ascendencia europea. Su proyecto de ennoblecimiento de la que gustaba denominar Negro Music constituyó una tarea a la que se aplicó con decisión durante toda su vida, y está detrás de muchas de sus obras más complejas y extensas.
Ellington explicó con cierto detenimiento sus ideas al respecto en distintas entrevistas y también en artículos aparecidos en la prensa especializada, como el recogido en 1931 en la revista Rhythm, una publicación británica dedicada fundamentalmente a las orquestas de baile. Ya por entonces, Duke alertaba de los peligros de insistir demasiado en los contundentes y repetitivos ritmos de baile por entonces en boga (“ese continuo y machacón ritmo carente de alma”, en sus propias palabras), convertidos a fuer de reiteración en estereotipos de uso corriente; frente a ellos, Ellington apelaba a la creatividad artística, dando prioridad a los arreglos de propia creación como forma de permitir a sus músicos contribuir a la propia concepción rítmica de cada composición, antes que entregarse a las partituras estandarizadas de Tin Pan Alley.
Estandarización que regía buena parte del funcionamiento de la industria musical del momento y a la que Ellington -y ahí coincidía con otros importantes compositores como W.C. Handy- oponía el deseo de dar forma al “desarrollo de una auténtica Música Negra, de la cual el swing es tan sólo un elemento más. Nuestro interés primario no es tocar jazz o swing, sino llevar a cabo una contribución genuina a nuestra raza. Nuestra música siempre quiere ser, decidida y puramente, racial”. A la hora de dar contenido a estas afirmaciones, Duke trata de ser más concreto: “Yo creo que la música de mi raza va a seguir viviendo en la posteridad, y que se la va a honrar a un nivel mucho mayor que al de la música de baile de hoy en día. Por mi parte trato de poner todo lo mejor que tengo en cada tema, e intento ser original en lo que respecta a armonías y ritmos, sin querer decir con ello que las mías sean superiores a las de los demás; pero no quiero ceñirme a aquello que considero demasiado banal”.
Lo cual no quiere decir, desde luego, que Ellington no fuera consciente de u obviara deliberadamente su condición de band leader, obligado a tener en cuenta los aspectos financieros de su trabajo y su obligación de llegar, de alguna manera, a un público masivo. Y en ese sentido, nunca le faltó buen ojo para preservar su condición de máxima figura y hacer las concesiones o tragar los sapos que tal circunstancia le obligaron a afrontar. Pero, en su esencia más genuina, Duke siempre buscó salirse del encorsetado cliché de la canción popular de 32 compases con un tempo estricto para afrontar retos más complejos y ambiciosos.
Estas ideas conectan a Ellington con muchos de los intelectuales de la época del conocido como Renacimiento de Harlem, un período de génesis y florecimiento de una cultura afroamericana, consciente y orgullosa de su propia riqueza y tradición desde los tiempos de la esclavitud a la incipiente era del jazz y los movimientos sociales y culturales afroamericanos de nuevo cuño. En ese sentido, la música se convirtió en una herramienta sumamente eficaz de difusión de los nuevos ideales de la identidad negra. Así lo describe: “Harlem es prácticamente como una ciudad para nosotros: contamos con nuestros propios periódicos, servicios sociales, y hemos logrado casi alcanzar una especie de civilización propia. La historia de mi gente ha sido siempre una historia de sufrimiento, opresión y trabas, y lo que nosotros hacemos con la música no es diferente a lo que hacen Countee Cullen y otros en literatura”.
Aún más, Ellington describe su deseo de crear una obra extensa que superase las limitaciones del formato de baile y que explorase temáticamente la experiencia de los afroamericanos, sin perder con ello contacto con su público mayoritario. Es muy probable que quisiera seguir así la huella de otros compositores contemporáneos o predecesores suyos como el propio W.C. Handy o James P. Johnson; y es también casi seguro de que se estuviese refiriendo a su Symphony In Black, que completó en 1934: una composición en cuatro partes y de 10 minutos de duración que abordaba episodios de la vida cotidiana, social y religiosa volcados al lenguaje musical y que constituyó la banda sonora del film homónimo de 1935 donde aparece, además, una joven Billie Holiday con apenas 19 años. Una obra que, en su concepción global, se adelantó en casi una década a otro de sus esfuerzos más significativos al respecto, la suite Black, Brown & Beige estrenada en el Carnegie Hall en 1943.
Años más tarde, en 1939, Ellington publicó otra serie de colaboraciones en la revista Down Beat, ratificando sus ideas en lo referente al concepto de la nueva Música Negra y, de paso, afrontando el siempre espinoso tema de la crítica musical, a la que acusaba de parcialidad y apoyo a las bandas blancas de swing más comerciales frente a las de color. Así se expresaba: “El término Swing ha pasado de ser un verbo (en suma, de una manera de hacer música) a un nombre (un género musical), cuyo auge comenzó cuando un grupo de entusiastas, tanto en Estados Unidos como en Europa, intentaron de buena fe popularizar el jazz en un esfuerzo combinado, lo cual supuso un estímulo para los músicos pero también, en la medida en que el público fue creciendo, atrajo a una nube de escritores, managers, dueños de clubs, periodistas y todo tipo de personajes al negocio”, hecho que contribuyó a convertir el swing en un estilo de éxito “de modo que los valores más genuinos se distorsionaron y fueron sustituidos por otros falsos”. En definitiva, la incipiente industria del Jazz había trabajado en interés de consolidar una música estandarizada cuyo éxito creciente era garantía de abundantes y jugosos beneficios a los cuales, no hace falta decirlo, los músicos permanecían en su inmensa mayoría ajenos.
Ellington culpaba en parte de esta situación a los críticos, que en su opinión no apoyaban suficientemente a las bandas de un perfil más artístico frente a las más banales: de este modo, gentes como Fletcher Henderson, Jimmie Lunceford o Don Redman no recibían la consideración que merecían ante otros artistas blancos como Benny Goodman, que aunque Duke trata con respeto considera también “se aprovechan de una simplificación musical dirigida a un público amplio, con un toque de lustre y lujo”.
Consideraba también que muchos críticos se dedicaban a “utilizar standards personales de juicio sin intentar comprender los verdaderos propósitos del músico”, y en este capítulo sus mejores perlas van dirigidas al todopoderoso John Hammond, con quien mantenía una conocida disputa desde que éste vertiera opiniones críticas hacia su composición extensa Reminiscing In Tempo, y le acusara de falta de conciencia social (Hammond era un ardoroso activista de izquierda) por su silencio en el famoso episodio de los afroamericanos falsamente acusados de violación en Alabama.
Dada la no muy abundante literatura sobre este tipo de cuestiones entre los grandes representantes del jazz clásico, estas ideas expresadas hace ya muchos años por Duke Ellington ponen sobre la mesa cuestiones que -y aún en el momento actual- están presentes en el día a día de la vida del jazz: el significado de esta música más allá de su origen popular, la importancia cultural de su legado y la percepción social del mismo.