
El mundo de la Cultura -o más bien debo decir el de los hábitos asociados a la actividad cultural- está lleno de prácticas llamativas. A fuerza de repetirse una y otra vez, han acabado convirtiéndose en lugares comunes que, a modo de arteros parásitos, se adhieren a los métodos de trabajo como lapas a una piedra marina. Y entre ellos destaca la costumbre de convocar esas tediosas ruedas de prensa en las que los responsables políticos sacan pecho, a toro pasado, del extraordinario éxito de la actividad o actividades que han patrocinado. El guion es siempre el mismo, vayas donde vayas y sea cual sea la circunstancia: bien centrado en la mesa, armado de una ristra de papeles subrayados con Bic de punta gorda o rotulador fluorescente, el político dejará un titular parecido a éste:
– Quiero destacar el gran éxito de esta convocatoria, por la que han pasado a lo largo de estos días un total de 7.500 personas, una cifra que demuestra lo mucho que ha calado entre los ciudadanos y nos anima de cara a futuras ediciones.
En realidad, la rueda de prensa podría terminar ahí, lo que serviría para ahorrarles a los sufridos reporteros el a menudo insoportable goteo de cifras que caracteriza a estas convocatorias y, de paso, les daría más tiempo para dedicarse a cosas realmente interesantes, como por ejemplo rastrear noticias. Pero no es ésta la cuestión que quería plantear aquí, sino el hecho de que, de forma generalizada, se haya llegado a la conclusión de que la valoración del éxito o fracaso de una iniciativa cultural se reduzca, llanamente, a un mero dato estadístico: la cifra de asistentes. Poco importa si al público se le ha ofrecido una mierda colgada de un palo, o que determinadas prácticas choquen de frente con los objetivos de una política cultural pública sana y sensata. Da igual: si se ha llenado, está bien. Como colaborador de la administración en algunas iniciativas culturales pasadas he podido asistir a docenas de valoraciones como ésta, y de hecho cualquiera que conozca cómo funcionan las cosas en este mundillo sabe que, a la hora de presentar públicamente estos datos, es práctica corriente redondear por lo alto o incluso inflar descaradamente las cifras para transmitir la idea de éxito sin paliativos. Multiplico esto por esto otro, divido por tal y voila! me salen 15.000, una cifra redonda y preciosa. A su vez todo lo sumo a tal y cual, durante tantos días, y me da un porrón: cientos de miles, millones. ¿Cuánto mide tal calle? ¿Tanto? Pues aquí caben tantos, así que asistieron cuántos.
Pero tampoco la cuestión gira en torno a la picaresca del político hacerse la propaganda a costa de las estadísticas. En realidad, en el fondo de todo esto hay un problema más serio, el de las prioridades: hacia dónde se dirigen nuestras políticas culturales, cuáles son los objetivos, qué pretendemos. Cuando un político o un programador público sale ahí para presumir de grandes cifras de asistencia, no está diciendo otra cosa que no sea ésta: «lo que nos interesa, lo que buscamos, es llenar las salas, abarrotar. Nos importa muy poco la calidad o cualquier otra consideración: la línea que divide lo que hay que hacer o lo que no es el éxito de público». Algo coherente con uno de nuestros grandes males: la subordinación de los objetivos de la política cultural a fines propagandísticos o de mero marketing político o personal. Haga usted lo que quiera, pero lléneme los espacios. Este tipo de actitudes ha llevado a un buen número de programadores públicos a plegar velas, dejar a un lado las saludables dosis de riesgo e imaginación fundamentales en su trabajo, y doblegarse ante la realidad: tantos vienen, tanto vale. El temor a los medios aforos, al fracaso de público, les lleva desechar o marginar todo aquello que tenga que ver, aunque sea remotamente, con la idea de «no mayoritario». Puedes programar los mejores espectáculos que conozcas, pero si no llenas tienes un serio problema.
Por supuesto, llenar una sala o un teatro -en especial en los tiempecitos que corren- es siempre bienvenido, y nadie programa para cuatro amigos: para eso, nos reunimos en casa de uno o en un garaje y nos damos el gusto; pero el riesgo de convertir la valoración final de las iniciativas culturales en una mera cuestión de cifras de asistencia, además de subvertir mordazmente los objetivos de las políticas públicas, hace que descuidemos otras aspectos esenciales a la hora de crear tejido cultural y formar públicos: cómo nos comunicamos con la gente, cómo publicitamos nuestros espectáculos, qué y por qué programamos y cuáles son los criterios a la hora de desarrollar líneas de actuación cultural coherentes con unos objetivos de verdadera dimensión social. Porque para programar únicamente eventos mayoritarios basta consultar las listas de éxitos en cualquier campo y apuntarse al carro, y para eso no es necesaria toda esa nube de funcionarios, técnicos y políticos en edad de merecer que conforman la administración cultural. Privatícenlo todo, y punto. O tal vez ya todo esté privatizado, con la particularidad de que la bromita la pagamos todos.
Entiéndanme: ni pretendo cantar loas a lo minoritario o elitista ni entonar un soneto petulante contra los hábitos mayoritarios, sobre todo cuando todos sabemos muy bien que hay cosas estupendas que interesan a mucha gente y no por ello deben despreciarse. Lo que quiero decir es que las cifras de asistencia deberían constituir simplemente un elemento más a la hora de valorar el impacto de una actividad cultural concreta, junto a otros aspectos relevantes que no deberíamos dejar a un lado. Dejarse llevar por la comodidad del éxito fácil y el runrún de las cifras puede ser -y de hecho lo ha sido muchas veces- el punto de partida de un fracaso futuro. Un día, sin previo aviso, la gente deja de llenar las salas, y entonces nos quedamos como tontos sin saber qué hacer. Decidimos entonces no convocar la rueda de prensa, cerramos la carpeta y miramos silbando hacia otro lado: será el fútbol, o el mal tiempo, o masterchef. Fin de la cita.
Eso que mencionas muy correctamente, empieza en España a mediados de los 80, cuando apareció el concepto: “Cuantificar la Cultura: la única forma de medir su importancia”. Lo que pocos años después, provocó la eclosión de la espectacularidad de la cultura como un valor a tener en cuenta. Más público en los conciertos, más visitantes a una exposición o más discos vendidos pasaron a significar más valor cultural. Hasta que llegaron a significar el único valor cultural…