
Uno de los episodios más gozosos de mi experiencia en el mundillo de la música es el de trabajar como pinchadiscos. Ya sabéis, esos tipos que puedes encontrarte en los bares musicales o discotecas intentando animar el cotarro con su alforja repleta de canciones. Ahora se llaman deejays, expresión angloide que deriva del término disc jockey, que es como más de toda la vida y que también se utilizó por estas tierras ibéricas en el pasado redentor, cuando estos tipos acabaron sustituyendo en las boites y salas de baile a las orquestas y bandas en vivo, que era lo que en verdad molaba. A mí sin embargo me gusta lo de pinchadiscos, denominación de poética y sonora condición, y su versión breve de pincha.
Los pinchas, al menos los que no somos realmente profesionales como un servidor, suelen responder al perfil de irredento aficionado a la música deseoso de hacer partícipe a la humanidad entera de su pasión. No pocos, como es mi caso también, empezamos montando ruido en guateques caseros allá por los tiempos de la adolescencia, utilizando para tal menester cualquier cacharro disponible en casa de los amigos: desde platos decentillos a otros de chichinabo, cassettes o dobles pletinas… Ahí llegabas tú con tu provisión de vinilos y singles (mi formato favorito) o aprovechabas lo que encontrabas a bordo, que igual podía incluir a la orquesta de Paul Moriat que a Abba, El Puma o Los Indios Tabajara, María Dolores Pradera o Tom Jones. Eso sí, quedaba claro que llegado el momento sagrado de los agarraos (tristemente eliminado de los rituales contemporáneos), tus amigos te iban a freír en caso de que himnos míticos como Stay, It’s A Heartache o If You Leave Me Now no sonaran repetidas veces como meloso envoltorio sonoro a sus esfuerzos seductores.
Vale, no nos pongamos demasiado nostálgicos. Pasar de pincha doméstico a disc jockey en espacios públicos (léase bares) no era muy infrecuente, y ahí ya te las veías con equipos mucho más profesionales y una clientela tan entregada como exigente. Pasa el tiempo, pero básicamente la labor de un pincha no ha cambiado en lo sustancial a pesar de los avances técnicos, que incluyen hoy en día las aplicaciones informáticas y otros inventos singulares que a pesar de su pujanza no han logrado arrinconar del todo al adorado vinilo, que vive una inesperada segunda juventud y además ha recobrado la presencia y gramaje de los buenos tiempos, que nunca debió perder.
Siempre he pensado que el trabajo de un pincha tiene mucho de maestro de ceremonias, de oficiante ritual y algo mesiánico. Intentamos transmitir nuestra fe inquebrantable en la música que amamos, deseamos que los demás la escuchen y la adoren también. Un buen pincha, además de dominar la técnica y reunir un buen repertorio, tiene además mucho de psicólogo, de saber reconocer y anticipar las reacciones de su público: saber leer el partido, por utilizar un símil balompédico. Si consigue conectar, experimentará el inmenso placer de hacer feliz al personal, con lo que el ritual estará completo. Y contribuir a la felicidad de la gente es, sin duda, una experiencia impagable.
Desde luego que hay muchos tipos de pincha: en lo alto de la pirámide habitan los grandes Djs internacionales, especialistas en poner a botar a todo el mundo con su poum-poum discotequero. Ganan un buen montón de pasta y a efectos prácticos no difieren mucho de las grandes estrellas del pop o del artisteo. No necesito advertir al lector que no me encuentro precisamente entre ellos.
Siempre he admirado a los imperturbables pinchas de bodas (y ahora también bautizos y comuniones), a menudo ninguneados por su repertorio popular y no pocas veces populachero. Pero hay que reconocer que son certeros y muy hábiles a la hora de hacer mover el culo a un público por otra parte predispuesto de por sí a la jarana. Diablos, alguien que lleva en su repertorio desde Strauss a Village People, pasando por King Africa o Status Quo merece todos mis respetos. A ver cómo encajas tú todo eso.
En el otro extremo del pincha todo terreno está el erudito; me refiero a esa persona que atesora, pongamos, un extraordinario conocimiento sobre la escena de garaje punk californiano del 66 al 70, y te espeta una sesión completa sin apenas pestañear. Lo has adivinado: si tu interés por el garaje punk californiano del 66 al 70 es comparable al que sientes por las tradiciones textiles del noroeste de Birmania, te vas a aburrir como una ostra. Pero al menos reconoce que quien está a los mandos saber, sabe.
Hay pinchas afables, que soportan estoicamente el acoso inmisericorde de los abrasapinchas, una especie carnívora muy extendida dispuesta a amargarte la noche con tal de que les pongas lo que quieren oír, que les montes su fiesta particular. También entre los abrasapinchas hay sus clases, no creáis: desde las gentes de buena fe que tan sólo desean escuchar una canción si fuera posible (si te cuadra o encaja, como se suele decir en el mundillo) al malencarado poco amistoso que te exige sin miramientos “poner otra música”. Entre medias habita un bípedo de sutil astucia que te espeta con una sonrisa falsa como el sistema antipolución de un Volkswagen argumentos del tipo “me encanta lo que pones, pero… No podrías cambiar a algo más… No sé”. A este tipo de fauna ibérica global responden otros adoptando un contundente “no se admiten peticiones” o “no hablar con el pincha”, lo cual les gana fama de duros pero, tenedlo por seguro, les ahorra un sinfín de problemas.
Para quienes frecuentamos casi a diario los bares y cafés, la buena música es un ingrediente de primer orden en el cóctel del entretenimiento y el disfrute. Alzo mi botellín en reconocimiento a la labor de estas gentes que buscan pasárselo bien y hacérselo pasar bien a su clientela. Tal vez no siempre acierten e incluso puede que hasta nos frían, pero siempre serán preferibles a la triste moda del spotify o you tube conectado a la lista de turno confeccionada por alguna máquina maligna y fría. Y a la clientela de los bares me atrevo a pedirles respeto y consideración por su trabajo: son personas, no artefactos mecánicos a los que les metes una moneda y te ponen lo que quieres. Abrid los oídos, y a escuchar.