
Recientemente se nos ha ido Quincy Jones, uno de esos no muy frecuentes ejemplos en los que un músico une a su gran talento artístico un don innato para los negocios, algo que por inhabitual y difícil de hacer compatible no supone una imposibilidad en sí misma. Jones ganó un montón de pasta y fama en su condición de tycoon y también la hizo ganar a otros, y al mismo tiempo nos dejó un legado de buena música en su notable faceta de arreglista y compositor.
Sin duda, su larga estancia en este mundo debió estar repleta de innumerables vivencias, anécdotas e historias de toda suerte y condición, incluidos logros tan remarcables como conseguir que el siempre reticente a la nostalgia Miles Davis aceptara retomar, 5 décadas después, los viejos y maravillosos arreglos de Birth Of The Cool para recrearlos de nuevo en Montreux casi al final de su carrera; algo para lo que, casi con toda seguridad, necesitó alguna argucia más que redactar un generoso cheque lleno de ceros…
Pero entre todas esas historias hay una que a mi me gusta especialmente, tanto por su contenido como por lo que implica. La rescató el maestro Nat Hentoff en su libro At The Jazz Band Ball. Sixty Years On The Jazz Scene, y tiene por protagonista a uno de los músicos y seres humanos más notables que el jazz haya dado: el trompetista Clark Terry, precisamente uno de los grandes referentes de Miles en sus años mozos en St Louis. Terry venía de una experiencia docente un tanto decepcionante que le había hecho apartarse por un tiempo del mundo de la enseñanza, para el que siempre demostró condiciones innatas a la hora de transmitir su gran sabiduría y experiencia. Fue entonces cuando el pianista Billy Taylor le convenció para volver a hacer clinics, algo a lo que el trompetista fue accediendo en mayor medida: a través de ellos, recordaba, “me involucré cada vez más en la tarea de impartir conocimiento, a veces por el único método de relatar simplemente mis experiencias”.
Un día, Terry estaba tocando durante una temporada con el combo de Count Basie en Seattle, cuando se le acercó un chavalín: “el chico vino y me dijo que estaba aprendiendo a tocar la trompeta y a escribir música, y me preguntó si podía darle algunas clases. Lo teníamos complicado, pero al final lo arreglamos para poder sacar un par de horas aunque fuera muy a primera hora de la mañana, antes de que se fuera al colegio. La verdad es que no pude decirle que no; nunca me lo habría perdonado. Le dí todo tipo de lecciones, y sabía cómo hacerlo y lo que necesitaba: trabajamos aspectos teóricos, armónicos y de escritura. El chico se implicó a tope, y mírale ahora.”
El arrapiezo no era otro que Quincy Jones. El propio Mr Q se lo agradecería en sus notas para el disco Clark Terry and the Young Titans of Jazz (Chiaroscuro, 2005), una grabación en vivo en la que un Terry ya veterano compartía escenario con una banda de ex-alumnos suyos; Jones le envía un más que cariñoso mensaje de agradecimiento: “Sigue adelante, Cee Tee, nunca habrá otro como tú”.
Bonita historia, pero también muy ilustrativa de algo que ya comentamos en su día en estas mismas páginas: la importancia que en el jazz tienen, conjuntamente con la formación académica en escuelas, las que tradicionalmente fueron sus principales vías de transmisión de conocimiento: el tú a tú de los maestros con los aprendices en el escenario de los clubs, las jam sessions o las clases a domicilio, el cara a cara. Sin duda Terry nunca pudo imaginar en quiénes se convertirían Jones u otros muchos de sus alumnos, pero es evidente que esa sabiduría transmitida con esmero y a deshoras sirvió para que sucesivas generaciones de jazzmen avanzaran en su esfuerzo por convertirse en verdaderos profesionales y, a su vez, ser capaces de transmitir ese conocimiento recibido para mantener vivo el gran legado del jazz.